En El despertar de las hormigas (Antonella Sudasassi Furniss, 2019) uno de los principales simbolismos presentes eran los insectos de su título y la perspectiva sensorial de la relación de su protagonista con su ambiente, en un relato de liberación femenina que se daba en pasos casi invisibles, que acababan en una pequeña gran transformación. Otra cinta costarricense más reciente como Clara Sola (Nathalie Álvarez Mesén, 2021) aprovecha estos recursos de manera mucho más directa y desarrollada. En una aislada región montañosa de Costa Rica nos encontramos a Clara (Wendy Chinchilla Araya), una mujer de cuarenta años cuyos vecinos y su madre creen que canaliza los poderes sanadores de la Virgen María. Bajo la tutela de su madre, con problemas de autismo y sin conocer más mundo apenas que el marcado por lazos morados en la inmediaciones de su casa, Clara tiene con su yegua blanca una amistad y vínculo especial —pero también con la naturaleza en general—. El tacto y la búsqueda de la conexión con los elementos naturales es lo primero sobre lo que la cámara llama la atención. Hasta que un temblor de tierra anuncia una alteración sustancial: su despertar sexual, que traerá poco a poco el conflicto con su familia.
Criada bajo un estricto control para cumplir su función como sanadora, Clara también es a quien buscan los vecinos para tocar y ser tocados. Su cuerpo no le pertenece. Incluso su madre le niega la operación de columna que acabaría con sus problemas de salud y la deformidad congénita con la que nació. Se le castiga por masturbarse impregnando sus dedos en chiles picantes y evitando que vea las telenovelas que le estimulan la libido. La naturaleza es imparable y los deseos primarios que guían ahora la voluntad de Clara la hacen tener más que nunca iniciativa propia, como para vestir de determinada forma para asistir a la fiesta de Quinceañera de su sobrina María (Ana Julia Porras). Igual que para las hojas de las mimosas que se cierran y tardan en volverse a abrir tras tocarlas, el tiempo que ha transcurrido para ese paso a la madurez sexual de la protagonista es el justo para ella. La proyección en su prima y el reflejo en ella de su estado interior hace que la tome como ejemplo en sus incursiones seduciendo a otro joven local. El escarabajo que adopta como mascota —que en cierto momento desarrolla alas con las que puede salir volando a través de la ventana de su casa— es otro de los aspectos simbólicos enlazados con la expresión del paisaje, de la flora y la fauna que se mimetizan con los cambios de Clara, con cierto carácter fantástico, muy en la línea de un realismo mágico costumbrista.
La sensualidad de Clara no solo la ejerce hacia si misma y hacia los otros, sino también hacia la naturaleza. Una energía telúrica se va desenvolviendo y emerge del subconsciente de Clara a lo largo del metraje, que cada vez se hace más consciente de su propio poder expresado a través de fuerzas inexplicables, muy en la línea de lo que sucedía a la protagonista de Thelma (Joachim Trier, 2017). Unas fuerzas que se ven representadas progresivamente con menos ambigüedad y más certeza —con una atmósfera inquietante y misteriosa por momentos, intensificada por la banda sonora de Ruben De Gheselle— ¿Y si su poder no sólo fuera real, sino que surgiera de su mismo ser lejos de cualquier origen sobrenatural? La manipulación y el control que se ejerce sobre ella se establece visualmente escena tras escena, en las que ella se sitúa fuera de las líneas de visión de quienes mantienen los diálogos, jugando con el fuera de campo o la profundidad de la escena, muchas veces refiriéndose a ella en tercera persona como si no estuviera presente y únicamente tomándola en consideración para imponer sus ideas sobre cómo tiene que comportarse, moverse, vestirse o hablar. La interpretación corporal de Wendy Chinchilla Araya es clave para entrar en su psicología mientras la directora la sigue y define los espacios siempre en función de ella y de su mirada huidiza.
Clara se rebela contra su entorno para emanciparse y ejercer la autonomía de su cuerpo y de su vida. Pero eso sería imposible sin enfrentarse a las estructuras sociales y culturales —del catolicismo y sus imperativos morales— que reprimen su sexualidad y determinan su existencia sin que ella pueda tomar decisión alguna. Unas jerarquías de opresión que toman forma en la figura de la Vírgen de su casa como responsable simbólico, que la directora no elude responsabilizar sin ambivalencia alguna en un final que, como sucedía en Princesita (Marialy Rivas, 2018), utiliza el fuego como medio de catarsis y liberación de las cadenas impuestas por las instituciones religiosas.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.