Clara se pierde en el bosque da paso a sus primeras imágenes no sin antes haber provisto de un contexto muy específico a la crónica que dotará de sentido al periplo de la protagonista, esa Clara que da título al film: la joven cineasta —hasta ahora actriz— y debutante para la ocasión Camila Fabbri dirige su mirada hacia la llamada “tragedia del Cromañón”, un incendio que se produjo a finales de diciembre de 2004 en una sala de conciertos situada en el barrio de Once de la ciudad de Buenos Aires, dejando a su paso casi 200 muertos, que servirá como eje en torno a la mirada al pasado (musical) realizada por la protagonista, quien reconstruyendo esos restos irá acumulando distintos audios enviados tanto por su amiga Martina como por otros amigos y conocidas.
Esa es la forma en cómo Clara inicia un experimento cuyo cometido no se acaba de concretar ni siquiera en palabras de la misma protagonista, que ante los interrogantes planteados por su familia debido a esas grabaciones caseras que se irán extendiendo a lo largo del relato, dice no tener un propósito fijado. Aquello que, no obstante, se antoja difuso desde el prisma de Clara, sirve a Camila Fabbri como forma de revisitar una etapa ya pasada cuyo influjo permanece intacto en la memoria, deslizándose sobre un nuevo período que se presenta en su vida, una maternidad ante la que a priori muestra rechazo, hecho puesto de relieve especialmente en las llamadas que comparte con Martina, pero que no deja de ser al fin y al cabo un asunto que afrontar, un pensamiento, digamos, forzoso en el periplo propio.
Fabbri engarza así un artefacto escurridizo, que de algún modo invoca una forma de documentar la realidad o, mejor dicho, lo vivido, cuestionándose un ciclo en el que se reflejó el trauma, derivando así en una angustia que no hace sino impeler a la protagonista a regresar a ese momento en concreto, y por extensión a la deriva que la llevaría a estar en el lugar de la tragedia. La exploración, a modo de viaje introspectivo, que realiza la cineasta se siente en todo momento auténtica, sin necesidad de asirla a un dispositivo narrativo concreto —si bien el particular recorrido de Clara se produce durante esa visita, el film está supeditado a otro tipo de interrogantes— ni de apelar a una (más que nunca) falsa nostalgia desde la que desviar un trayecto casi siempre errático —pues recoge esa confusión, casi aturdimiento, al que se enfrenta el personaje central—, pero ante todo consecuente.
Camila Peralta, como si de un ‹alter ego› se tratara, pues a fin de cuentas parece haber mucho de autobiográfico en Clara se pierde en el bosque, hecho que se intuye tanto por la veracidad en el testimonio como por la aportación de un material documental que no se antoja ni mucho menos caprichoso, recoge el testigo de Fabbri encarnando una visión perfecta y matizada de aquello que intenta recoger la realizadora en su debut tras las cámaras, que no es otra cosa que ese caos y desorden que le interpelan a uno llegados a un determinado punto. Fabbri, no obstante, no se detiene en lo obvio, y aunque el film sobrevuela una suerte de ‹angst› recogido en el comportamiento un tanto voluble de Clara, la cinta va un paso más allá, dejando entrever una autonomía que la conecta con otras conductas y cuestionamientos que no tienen sino relación con que aquello que ha ido moldeando nuestro ser adquiera una nueva dimensión y se examine en una observación constante. Algo que, no sin un sentimiento de cierta desorientación y pérdida adherida a la sustancia del propio film, se podría decir que Camila Fabbri logra con creces.
Larga vida a la nueva carne.