A la espera de captar el gesto idóneo
Escribe Giorgio Agamben que la danza es una operación que se rige por la memoria y que el verdadero lugar del bailarín se sitúa a medio camino entre la memoria y la energía dinámica. En ese sentido, la esencia de la danza termina siendo el tiempo en lugar del movimiento. Esta disciplina es una de las claves para decodificar Buen trabajo (Beau travail), de Claire Denis, donde la danza es un clamor para la recuperación de la identidad individual. Esta es una película que une en sagrado matrimonio el placer visual y la mirada femenina respecto al cuerpo masculino.
Buen trabajo, estrenada en 1999, se inscribe en el subgénero del film postcolonial. La historia nos conduce a Djibouti, en el Cuerno de África, donde un grupo de soldados está sumergido en el tedio y la monotonía de los entrenamientos. No tardaremos en ver que el discurso de la película rompe por completo con el modo de representación canónico del cine asociado a la milicia, de acuerdo con estudiosos como Carlos Losilla. Es la obra maestra de Claire Denis, la instauración de su sello imborrable; el de una de las directoras más provocativas y con uno de los imaginarios más fascinantes de las últimas décadas. Buen trabajo, entre ritual cotidiano y encontronazo rítmico, sigue tan viva y abstrusa como en el día de su estreno.
El comienzo y el desenlace, coronados por un formidable sentido de la ambigüedad, representan un baile, unos cuerpos que anhelan expresar algo por sí mismos pero que las convenciones les privan de ello. Imagen y sonido en continua disociación. Acciones triviales que por ser filmadas trascienden el simple mensaje político y se adhieren a aquello que denominamos humanismo y aceptación, justo de lo que carecen las máquinas humanas que se forman para la guerra, sumidas en una rutina de trabajo mecánica y alienada, sin atisbo de épica aventurera. Una rudeza disciplinaria que deja entrever a medias los sentimientos de esos soldados, sumergidos en el polvo y la piedra.
He aquí una encomiable demostración de cine que intelectualiza y repiensa algunas circunstancias que en nuestro imaginario cultural considerábamos inmutables, pero a las que Claire Denis se ofrece a dotar de una mirada libre de sentidos comunes, insuflando a la película la elegancia de una película de artes marciales.
Si Stanley Kubrick demandaba para La chaqueta metálica una inflexibilidad y una crudeza paroxísticas que rozaran la parodia, Denis prefiere que una gran potencia plástica se adueñe de sus imágenes, de tal manera que la sensualidad y la sugerencia devengan vectores principales de lo que discurre en pantalla. Las relaciones entre los soldados son un misterio, una correlación de fuerzas obtusas y de deseos intrincados.
Sin embargo, es en la secuencia de cierre, The Rhythm of the Night, donde el film alcanza su mayor grado de confusión. Una vena que palpita y un violento corte de montaje, como si hubiese cercenado el cuerpo de uno de los soldados que disfrutaba de un descanso. En Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas, de Apichatpong Weerasethakul, se produce un corte final parigual, en tanto que la unidad espaciotemporal aristotélica se quiebra repentinamente para que el espectador se percate de que el cine de los últimos años está dialogando consigo mismo de formas impensadas e imprevisibles, además de reconfigurando nuevos parámetros escenográficos y de pactos con el público. Porque quizá en el futuro del cine se esconden la colisión, las brechas y lo inesperado.