Alex Garland ha querido, por primera vez, desmarcarse del “producto de género”. Algo que no le ha impedido, sin embargo, conservar intacta la característica principal de toda su (corta) filmografía: la pretensión de originalidad, el ansia de proponer ideas (no necesariamente historias) sorprendentes. Tal vez una de las razones por las que el nombre del cineasta inglés ha logrado preservar, diez años después de su debut en la dirección (y tras dos títulos que quedaron lejos de lograr el aplauso unánime), el aura de expectativa. Y es que, a diferencia de otros directores de trayectoria semejante, como Ari Aster, Jordan Peele y Robert Eggers (me refiero a su número de trabajos y al compromiso con el “producto de género”), la obra de Alex Garland no ha sido capaz de reunir un grupo de seguidores especialmente compacto.
Su nuevo trabajo se centra, sobre todo, en dos grandes temas: la revuelta social y el periodismo. En lo que respecta al primero, Civil War presenta ciertos parecidos con el trabajo de Alfonso Cuarón Hijos de los hombres, en parte por compartir con él el sello de ‹road movie›. Más allá de eso, dicho tema es casi un mero contexto, una herramienta que el director utiliza para exprimir el segundo hasta llegar a la tesis que persigue. De ahí que la película no plantee exactamente un escenario post-apocalíptico sino más bien un punto bisagra entre el estado del bienestar y el caos absoluto: lo que a Garland le interesa no es el propio escenario sino incidir en el modo en que los comportamientos individuales juegan un papel decisivo en el proceso multitudinario que acaba conduciendo al mismo (más adelante volveremos a ello).
Sobre el segundo tema, resulta casi inevitable pensar en títulos como El año que vivimos peligrosamente, Bajo el fuego o Salvador: películas que sitúan a sus protagonistas en medio de escenarios beligerantes. Pero si bien todos ellos entendían el periodismo como una herramienta reivindicativa (ya fuera a través del compromiso de los personajes o por el simple carácter de la película), Civil War orienta la denuncia (si es que la tiene) en otra dirección. En ese aspecto, Garland presenta el dispositivo periodístico de un modo muy parecido a como lo hacía Dan Gilroy en Nightcrawler: ambos directores reflexionan sobre las implicaciones éticas, morales y emocionales que sus personajes tienen (o no tienen) respecto al tipo de noticia que cubren.
Hablando en plata, ni Lou Bloom (Jake Gyllenhall en Nightcrawler) ni Lee (Kirsten Dunst en Civil War) se mueven por el compromiso social ni nada parecido: más bien todo lo contrario. Son personajes que persiguen la noticia sin ningún tipo de pretensión activista. Pero, incluso en ese aspecto, ambos trabajos contienen una notable diferencia: si Gilroy presentaba un protagonista cuya finalidad principal eran los altos índices de audiencia, los de Garland (Lee y su compañero Joel) entienden la noticia (sea en forma de artículo, de fotografía o de entrevista) como el propio objetivo. Es cierto que todos ellos se desentienden de la denuncia, la concienciación o el destape de grandes verdades, pero, a diferencia del primero, Lee y Joel ven el hallazgo del titular como el propio premio, prácticamente desligado de las consecuencias (en el caso de Bloom, la audiencia) que pueda comportar su descubrimiento.
Y es a través de esta desvinculación que Garland deja al descubierto la relación entre sus personajes y el contexto que les rodea. El modo que tiene, en definitiva, de hacer interactuar los dos temas principales de su película (periodismo y revolución social) para demostrar que, por más convencidos que estén Joel y Lee de su total desvinculación ética y emocional de cuanto les rodea, todo lo que ven acaba por incidir en sus vidas (tanto de forma psíquica —trauma— como física —el riesgo de muerte—). Pero hay algo más. Porque, en realidad, las acciones de los periodistas también condicionan el cauce de los acontecimientos. Lo demuestra, sin ir más lejos, el hecho de que el desenlace de la película tenga lugar por culpa de una decisión de Lee. Así es, de hecho, como Garland expone su tesis: de un modo un otro, la implicación es inevitable (las dos últimas frases de la película representan toda una declaración de intenciones, claramente orientada en esta dirección).
Para exponer todo eso, Garland construye su película mediante una sucesión de secuencias inquietantes de resolución explosiva. El director quiere poner a sus personajes contra las cuerdas, forzarlos a llevar hasta las últimas consecuencias su pretendida impasibilidad. Y ahí es donde el film choca con su punto flaco. Porque Civil War persigue aquel nerviosismo extremo tan reconocible como pocas veces conseguido, presente en secuencias como la que precede a la violación de Defensa (Deliverance, 1972), la de la ruleta rusa de El cazador, la charla en la taberna de Malditos bastardos o en la mayoría de puntos culminantes de la ya mencionada Hijos de los hombres. Un tipo de secuencia que Garland anhela e incluso logra presentar sin hacer el ridículo… pero cuyo resultado queda muy lejos de la majestuosidad que busca.
Y ello se debe en parte a que el director no logra quitarse de encima cierta sensación de ‹déjà vu›, detalle que impacta estrepitosamente con su ya mencionado objetivo principal: sorprender. De hecho, la mayoría de los giros resultan previsibles e incluso, en ocasiones, más bien poco creíbles. Y si bien es cierto que dichos defectos no impiden a Civil War alzarse como una película compacta, dotada de actuaciones notables y con una puesta en escena correcta, también lo es que las reconocibles ansias de originalidad de su director chocan de bruces con la mentada previsibilidad de sus secuencias y la linealidad de unas formas que acaban resultando poco más que funcionales.