El documental de Xavier Artigas y Xapo Ortega debe ser mirado como un ejercicio de venganza, de ajustes de cuenta. Una cinta hecha desde las entrañas, con rabia ante la victoria de la injusticia. Y no me malinterpreten, nada de esto resulta negativo en la valoración de la cinta. Al contrario. La fuerza del documental está en transmitir esa impotencia, esas ganas de gritar a los cuatro vientos la crueldad y la impunidad que observamos atónitos. Obviamente termina pecando en algunos momentos de resultar reiterativa en algunos esquemas. También se le puede discutir algunos instantes cercanos al sentimentalismo. Momentos mínimos, el documental no coge ese camino. Por suerte, es un documental demasiado indignado para ello.
Una acción de desalojo se salda con un policía en estado vegetal tras recibir un brutal impacto de un objeto en la cabeza, presumiblemente una maceta lanzada desde lo alto de un edificio. Este hecho pone en funcionamiento un mecanismo de represión imparable, que afecta a todos los estamentos de la sociedad catalana, desde unos medios de comunicación cómplices, un poder judicial corrupto y unos políticos dispuestos a cualquier cosa por desvirtuar cualquier intento de la búsqueda de la verdad. La violencia policial se asemeja más a tiempos pasados que a una democracia. El atropello de libertades y presunción de inocencia queda de manifiesto por un poder que juzga, condena y tortura antes y después de un simulacro de juicio que acaba siendo un cruel chiste. No hay escapatoria posible.
El documental analiza varios frentes. En un primer momento se detiene en la deleznable acción policial con torturas de todo tipo sobre unos jóvenes que «pasaban por ahí» y serán condenados desde el primer momento. Lo que sigue a continuación es cómo el poder se defiende hasta la extenuación cuando comienzan las sospechas de varios errores de toda índole. Un poder político y judicial que están para proteger la cagada del cuerpo de policía y no para defender al ciudadano. Una vez cometido «el error» sólo queda defenderse y culpabilizar aún más a la víctimas.
Muchos de los testimonios acaban siendo tan reveladores como emotivos. Uno sale del documental indignado y destrozado. Ciutat morta tiene muchas ideas que confabulan en un relato contado con el cuchillo en la boca dispuesto a diseccionar la podredumbre que nos rodea.
El incidente anteriormente comentado más la vida de Patricia Heras acaba sirviendo para disparar en muchas y variadas direcciones con un desparpajo increíble por parte de sus cineastas, que no hacen un documental disperso ni dejan abierto ningún frente. Es cierto que sólo está contado desde un punto de vista. Nadie del lado represor quiso participar en un documental que fue ideado tanto como homenaje a Patricia como para atacar a unas instituciones corrompidas. Pero no se detiene ahí. Es cierto que causa estupor comprobar la moral que muestra el poder una vez se siente amenazado. Nadie escapa de la culpa ante unos hechos que necesita a la burocracia de la banalidad del mal o la defensa cerrada de la injusticia en nombre de la defensa más férrea. El entramado salpica a todos y en todas direcciones, aunque por el año de los hechos (2006) estos salpican con especial vergüenza al partido político en la alcaldía de la ciudad condal, el PSC.
Pero como decía, no es el único frente abierto. Se hace mención a las causas de un mal que destruye poco a poco a una ciudad como Barcelona, cada vez más una mera marca de cara al exterior que una ciudad viva. Se repasa la escasa transición que ha tenido el poder judicial desde la etapa franquista a la actualidad. Se mira con lupa el racismo todavía existente y nunca erradicado. De hecho, si el caso adquiere un nuevo rumbo es gracias a que los mismos policías que torturan en un inicio a los protagonistas son pillados golpeando a un turista negro. Pero craso error, hijo de diplomáticos. También se disecciona la manera en que el «diferente» es mirado por parte de elementos policiales que escupen en el uniforme del cuerpo policial con sus acciones, que no parecen puntuales. Y un sin fin de lecturas interesantes que observamos en el documental sin perdernos ni marear la perdiz. Y es que el trabajo tanto de documentación como de montaje es simplemente brutal, adquiriendo un tono único, entre la fraternidad y la impotencia ante los relatos tan humanos de los entrevistados contrastando con la rabia y el horror al que asistimos en una crónica de una muerte anunciada. Se sale de la proyección en silencio, con el alma magullada, pero se agradece que el documental no explicite la violencia en imágenes. No hace falta. La violencia es demasiado palpable a lo largo de las dos horas largas que dura la cinta.
Como decía al inicio, un documental hecho desde la rabia, creado como respuesta ante la violencia a la que se ha sometido a varios inocentes que no pueden en ningún momento escapar de la rueda absurda que se pone en funcionamiento para mantener el poder. Porque como bien se explicita verbalmente, el poder al descubrir su error o sus fallos internos se enroca en su defensa convencido que aceptar o cambiar supone el mismo fin del propio poder.
Esa rabia es palpable en la mirada de los dos cineasta a través del montaje con carteles explicativos que buscan acrecentar nuestra indignación. y si esto suele ser manejado por lo general de manera burda, aquí no ocurre, tal vez porque desde un inicio uno entiende que esto es un ajuste de cuentas. Un documental que viene a decir que habéis ganado, pero ahora vamos a gritar a los cuatro vientos lo cabrones que habéis sido.
Es por ello que se reitera hasta la saciedad el nombre de algunas de las personas involucradas que han permitido tamaña injusticia. Se machaca constantemente el nombre y la figura de la jueza Carmen García Martínez. Porque el documental acaba siendo la patada final del inocente antes de perecer. Ese «ganaréis pero no convenceréis» (no exactamente así y en circunstancias no tan positivas para quien las dijo, todo sea dicho de paso). Y sin embargo, aunque derrotados, el documental no transmite la sensación de haber sido vencidos.
Es difícil acercarse a Ciutat Morta desde el confort que transmite la creencia que el sistema funciona aunque con pequeños y subsanables fallos. No ayuda para ello que se cuente un único punto de vista. No se olvida que hay un policía en estado vegetativo por un acto cruel y se agradece, aunque uno lo ve como un peaje que se paga para no ser acusados de ver únicamente el dolor de los suyos. No obstante, estamos ante un informe completo y periodístico de la injusticia. Por momentos, casi se puede ver la mano del creador de The Wire detrás de la obra.
Ciutat Morta es uno de los documentales más rabiosamente combativos que se ha hecho en mucho tiempo.