La estatua de un santo (con apariencia de trabajador) en un crucifijo sobresale en un panorama puramente típico: y es que la excavación minera en la que trabaja Berdo y sus aledaños no arrojan ningún elemento dispar en un marco donde aquello que permita a los trabajadores regresar un nuevo día, sustentado en la fe en torno a esa figura reinante en el lugar y la admiración que le brindan, es más que bien recibido. Con ese inicio, la cineasta georgiana Tinatin Kajrishvili encauza el que supone su tercer largometraje hasta la fecha tras Brides y Horizon, expandiendo un terreno agreste ya presente en su anterior obra, pero que copa en esta Citizen Saint la total extensión del metraje, suscitando de este modo un contexto de lo más interesante al disponer la acción en esos páramos donde toda ayuda se antoja poca, aunque provenga de lo celestial.
De este modo, Kajrishvili enarbola una particular crónica donde la fe no se establece únicamente desde el propio acto, sino asimismo mediante los iconos que la componen y fortalecen. Es así como la presencia del mentado crucifijo se convertirá en un objeto vacío de significado cuando aparezca desprovisto de la figura que tanto llamaba la atención, fuese por las miradas de los propios mineros o por la presencia de la máxima autoridad del lugar y los ciudadanos; pues, de repente, el ser que pendía de esa cruz cobrará vida y consciencia, pese a su perpetuo mutismo, y empezará a vagar por esos parajes promoviendo aquello que parecen pequeños milagros, hecho que desatará la curiosidad de todos los lugareños, y que llevará a ese “santo” —al que da vida el conocido actor George Babluani, cuya última aparición se produjo en la (también) georgiana Dede— a ser expuesto como fuente de esas prodigiosas acciones que a priori lleva a cabo.
Bañada en una fotografía en blanco y negro desde la que se produce un claro contraste entre los paisajes diurnos y el interior de esas minas —donde el protagonista, Berdo, volverá a ver a su hijo de la mano del “santo”—, Citizen Saint provee una visión aguda sobre esas proclamas sostenidas bajo cualquier creencia, un hecho que afianza a partir de numerosos detalles, como el hecho de que el “santo” deba realizar sus bendiciones encumbrado en un pedestal, otra pieza que dota de significado al acto en sí, pero cuya función no deja de ser el de una mera representación sin más finalidad que esa. De hecho, resulta paradójico que, en la búsqueda de la figura del personaje interpretado por Babluani tras su desaparición, los únicos documentos que se posean sobre su aspecto sean exiguos debido a que todas las fotografías realizadas por los lugareños situaban al “santo” en un anecdótico segundo plano, mostrando así la vacuidad de un icono cuya mera exposición no era motivo de nada.
Tinatin Kajrishvili traza desde cada detalle un film que se encuentra con una fina causticidad, pero al mismo tiempo no fía todas sus cartas a una discursiva afilada, llegando a resultar tan misterioso como penetrante en sus conatos de fantástico —que se dirimen, en especial, en esas cuevas mineras—, un género que nunca se llega a atisbar por completo en la obra, esbozando más bien desde sus estampas esas filtraciones genéricas de lo más sugestivas. Algo que no se aleja de una disertación siempre elocuente, que dibujará una disparatada pérdida de fe cuando los personajes dejen de encontrar respuestas en un “santo” que no las provee por su mutismo. Es, de hecho, uno de los diálogos de su acto final dirigido a esa figura («Te culparemos por lo que hacemos») aquello que termina delineando un absurdo que sólo se podría resolver en una secuencia como la de cierre: porque proveer falsos ídolos en los tiempos que corren no podría estar más a la orden del día en una obra donde el acercamiento a la fe sólo se produce en aquellos objetos donde menos sentido tendría encontrarla.
Larga vida a la nueva carne.