El cine sigue constituyéndose como una brecha en nuestra cotidianidad, un salvoconducto para canalizar emociones que difícilmente se pueden verbalizar. La cinefilia y la cultura no viven tiempos estables, pero mucho de lo que hemos podido ver en 2022 continúa en su afán de proponer modos alternativos o heterodoxos que nos permitan pensar la homogeneidad y la verticalidad del mundo desde un lugar insospechado.
Toda película que se precie lleva implícito un discurso sobre la imagen que la singulariza. En Mantícora y Aftersun palpita una conciencia de creación de la imagen, lo que permite a Carlos Vermut y a Charlotte Wells desplegar sus relatos y manejar sus tonos. Aftersun encierra una propuesta hermosa y poética de ensayo visual, en la que Wells transiciona con suavidad entre unas situaciones y otras, imbricadas en un dispositivo memorístico y plástico que interroga una relación familiar pretérita. Mantícora, por su parte, encadena al espectador a un presente obsesivo, y allí donde la mirada no alcanza brota lo irrepresentable, la fantasía materializada que hace que el monstruo interior fagocite el último atisbo de cordura en dos seres humanos sin rumbo.
Pacifiction, de Albert Serra, lleva este último pensamiento un grado más allá, pues no habla de imágenes fijadas, tangibles, sino de aquello que permea lo que vemos y nos impide distinguir lo imaginario de lo real. Hay monstruos en Pacifiction, pero están cobijados entre la luz y la sombra de un paisaje que se descompone, un paraíso perdido de la Polinesia que en su aparente belleza exótica esconde un gran poder destructor. Un film experiencial y anticlimático que anticipa la crisis de la diplomacia que se ha evidenciado con el interminable conflicto bélico entre Rusia y Ucrania.
Park Chan-wook, por otro lado, se disfraza de Brian de Palma en una disección de la imagen vigilante, manejando un mecanismo de panóptico que cobija un romance encarado desde el thriller. Decision to Leave, crónica detectivesca que nace en el momento histórico donde todo es simulacro, es para las transiciones narrativas lo que el cuerpo es para David Cronenberg, un fértil terreno de operaciones. Crímenes del futuro nos traslada a una sociedad futura y destartalada, construida sobre los últimos vestigios del supermercado de Ruido de fondo, de Noah Baumbach, del que ya sólo queda el plástico que una vez envolvió el alimento.
Ulrich Seidl nos devuelve sin embargo a un presente no menos idílico, en su ácida exploración sobre la soledad y el origen del mal. Rimini y Sparta se compenetran para dar forma a los instintos más primarios del ser humano, quien a veces sólo es capaz de bañarse en sus vicios y autocomplacencias. Los protagonistas de estos films, presas de su propio deseo, dejaron de confiar en la luz.
Alice Rohrwacher y Carla Simón, con Le pupille y Alcarràs, sí que arrojan rayos luminosos sobre el estado de confusión y proliferación que viven las imágenes en nuestra actualidad. Dos propuestas que confían en la captura del gesto sin que haya sido premeditado, sin condenar a los personajes a que simplemente reciten las líneas de un guión, en una suerte de escritura invisible que confía en nuestro alto grado de fascinación por los instantes congelados.
De un estado de congelación, en cierto modo, también han resurgido Elvis Presley, Marilyn Monroe y David Bowie. Iconos fallecidos del mundo del arte y la cultura que reviven en otros cuerpos para alimentar la necesidad del espectador de creer que su legado está vivo. Lo está, pero Blonde, Elvis y Moonage Daydream rozan la frontera a la hora de precipitar a sus personajes titulares a los endemoniados engranajes del consumo desenfrenado. La tercera, sin embargo, parte de material preexistente para levantar un collage de ideas visuales y sonoras a medio camino entre la reivindicación y la espectralidad. En ese sentido, The Eternal Daughter, la última aportación de Joanna Hogg después de su díptico The Souvenir, también versa sobre los espectros, sobre quienes han dejado una huella y sobre quienes necesitan decodificarla. Un film que diagnostica la necesidad de reconectar con la figura de la madre, como en Aftersun con la del padre, pero condena a Tilda Swinton a una repetición acumulada de momentos, con sutiles variaciones. Hogg también ancla al espectador a un presente del que no puede escapar, hasta que le asesta un golpe de gracia simplemente a través del corte de montaje más potente del año.
Vivimos condenados a mirar hacia lo que ya no es o ha dejado de ser. Si el cine son nuestros párpados, el mundo que nos queda es una extensión sin núcleos motores. Si el recién fallecido Jean-Luc Godard profetizaba que el cine ya no iba a ser lo mismo, entonces queda la nostalgia, pero si esta está guiada por las notas de Angelo Badalamenti, que en paz reste, entonces podremos abrirnos paso hacia la incertidumbre futura.