A caballo entre la ‹sci-fi› y un fin del mundo como el que ya presentaba Abel Ferrara en su 4:44 Last Day on Earth, el debutante en largo Conor Horgan demuestra en Cien mañanas que no es necesario tener muchos medios para presentar un universo que nos enmarque en una realidad paralela o futuro no muy lejano y resulte creíble sin ni siquiera tener la necesidad de realizar cambios ostensibles en un mundo que en realidad no varía casi nada del que los espectadores conocemos.
Para emplazar su trabajo, Horgan se nutre de pequeños detalles que nos advierten de la situación que viven los cuatro protagonistas como ese diálogo que rodea los cigarrillos que se fuma Jonathan o esa paseo en bici que le lleva a ser ahuyentado por un par de pueblerinos armados, sin olvidar pequeñas puntualizaciones acerca de las condiciones en que han viven debido al empleo de velas o el modo de hacer la colada. En ese sentido, pues, el cineasta irlandés consigue encontrar las mejores soluciones para situar rápidamente al público sin apenas haber entrado en materia o haber empezado a desgranar algunos de los conflictos que se desarrollarán con buena mano a lo largo de todo el film.
Ello no significa que demore y prolongue un prólogo que está realmente bien enlazado, pues esos conflictos no tardan mucho en entrar en escena de un modo que en ocasiones resulta más sutil que en otras. Claro ejemplo sería esa complicidad entre Jonathan y Kelly en sus visitas matutinas mientras él fuma o esa primera toma de contacto de la pareja protagonista, Jonathan y Hannah, en la cama, donde no parecen muy dados al contacto incluso mientras sus compañeros de casa se encuentran en pleno apogeo.
No parecen suficientes esos detalles cuando Horgan decide enlazar un plano mucho menos sutil y bastante más acalorado de Jonathan y Kelly en el bosque. Esa tónica no se mantendrá el resto del film, donde el cineasta si desmenuza esa relación entre los cuatro personajes con más pulso y entereza, en especial cuando empiezan a surgir problemas de toda índole, pero en especial los referentes al abastecimiento de comida o a la vuelta de la electricidad por unos minutos, que será para Mark suficiente indicio como para querer volver a Dublín en previsión de que todo pueda volver a la normalidad.
El mayor problema en un mundo que parece tener los días contados, no son sólo ellos e incluso un espíritu de supervivencia que en alguna que otra ocasión les llevará a extremos que nadie querría llegar pero sin embargo no condicionan el peso dramático de la cinta, también lo son todos aquellos personajes que les rodean y nos llevan desde asedios nocturnos de grupos formados con el mero objetivo de asaltar casas para conseguir víveres a intervenciones policiales nada rutinarias donde la mano de la ley sólo se erige como buena parte del problema en esta propuesta sobre la condición humana.
Quizá el achaque más grande que se le podría hacer al film de Horgan es el hecho de no llegar a lograr una linealidad, por lo que su parte dramática queda un tanto desmontada y desnutrida ante una estructura que flaquea en ese sentido y que sólo parece poder golpear en instantes determinados, mermando así la capacidad sensitiva de la cinta. Además de ello, el dublinés tampoco termina de aprovechar del mejor modo posible los espacios con los que juega, pues más allá de si esos exteriores que dan para tanto a nivel visual captan con fuerza la soledad que recorre las frías noches de esos personajes, la cuestión va más en la dirección de la actitud de un plano que no remarca del mejor modo lo que el cineasta busca, siendo bastante rutinaria Cien mañanas en ese sentido.
Pese a ello, el en ocasiones logrado intimismo que rezuma una propuesta de lo más particular, donde las emociones parecen flotar en el aire aunque no se trasladen al espectador del mejor modo posible, otorga la suficiente solidez a una propuesta que nos vuelve a hablar del ser humano como un lobo para si mismo, y que además lo sabe pulir a través de conductas que reflejan con interés lo que supone la circunstancia de un ser que, en ocasiones, puede ser más peligroso incluso que un más que previsible fin del mundo.
Larga vida a la nueva carne.