Christine es uno de esos films aparentemente incatalogables. ¿Drama? ¿Terror psicológico? ¿Cine social? Quizás es su indefinición y al mismo tiempo su transversalidad genérica lo que hace del film de Antonio Campos un producto tan hipnótico como desasosegante. Un descenso al abismo infernal de la locura no exento de cierta ironía y de un claro subtexto de denuncia de la situación laboral de la mujer.
Estamos ante una pesadilla que se rueda en tonalidades planas, opacas. Casi como la psicología interna del personaje interpretado por Rebecca Hall. Una mujer aparentemente independiente, de éxito profesional, de la que vamos descubriendo paulatinamente sus circunstancias personales y laborales. Un contexto en el que sus pulsiones obsesivas la llevan a mostrar una suerte de lucha solitaria contra el mundo y, sobre todo, contra ella misma.
Se podría decir pues que esta es la crónica de una vida mortecina, de un progresivo marchitamiento. Christine, reportera de una televisión local, es alguien que está en una permanente lucha por hacerse valer profesionalmente al mismo tiempo que busca su identidad personal. Lastrada por seguir viviendo al lado de su madre y frustrada por ver como sus propuestas son rechazadas en su lugar de trabajo entra en un bucle de desesperación vital. Una situación esta que, sin embargo, no se nos muestra como algo producto (exclusivo) de una paranoia sino que juega a la bilateralidad entre realidad y percepción interior.
Sí, Antonio Campos, carga sin contemplaciones contra el abuso de poder y el progresivo embrutecimiento de los media, pero deja espacio suficiente para darnos a entender que Christine es sencillamente un animal no preparado para este tipo de jungla. No se trata pues de buscar un mensaje maniqueo donde las responsabilidades son unidireccionales sino más bien una aproximación íntima a como las sacudidas del entorno pueden afectar a alguien psicológicamente frágil.
Todo ello en un entorno seco, frío, donde se percibe de alguna manera una continua sensación de hostilidad. Algo, sí se quiere, de baja intensidad, pero capaz de mermar poco a poco cualquier atisbo de resistencia. Christine transmite de alguna manera un malestar físico constante, una agonía lenta pero imparable perfectamente reflejada en la manera en que Campos nos muestra los puntos de fuga de la realidad de Christine cuando realiza espectáculos de marionetas para niños enfermos: planos abiertos al principio y cada vez más cerrados (casi abstractos) mostrando el aislamiento del exterior, el ensimismamiento hacia ella misma.
Así pues Christine se posiciona de alguna manera como un retrato que va de lo personal a lo global, situándonos en la rampa de salida (con el Watergate de fondo) del final de una era. Una época, no la llamaremos inocente, pero sí donde parecía que la honestidad podría ser la base de un contexto social más libre, más limpio. Sí, la crisis de Christine no es más que la avanzadilla de una caída de cierto sistema de valores, el preludio de la llegada de un mundo cínico, sucio, sensacionalista, de post verdades, autoayuda y, en definitiva de la tristeza del «sálvese quién pueda».