Una cabaña apartada en una zona rural de Filipinas es, de pronto, rodeada por distintos lugareños que afirman que ese espacio en concreto ha sido presa de una maldición, asolado por un encantamiento y motivo por el que realizarán una vigilancia desde ese preciso instante. Mediante ese gesto, el debutante en la dirección Alex Piperno —que ha ejercido a modo de productor en films como el Parabellum de Lukas Valenta Rinner— parece señalar hacia la superstición establecida en determinadas zonas rurales del continente asiático —una sensación que, casualmente, también se encuentra en otra cinta reciente sin relación alguna con la que nos ocupa, la indonesia de terror Before Night Falls—, como si de un credo popular de la zona se tratase, para abrir esta Chico ventana también quisiera tener un submarino. Una superstición que se alberga también en el sueño, percepción que uno de los aldeanos teme que se pueda materializar en el plano real, dotando así de una nueva perspectiva a un fantástico reticente, que transita soslayadamente el relato para continuar abriendo nuevas ventanas; algo que Piperno desliza ya en su primera elipsis espacial: de ese pueblo, nos trasladamos a un humilde hogar uruguayo y, acto seguido, a un crucero que precisamente navega cerca de esa área, en concreto por la zona costera integrada por la Patagonia. El corte se persona así con mucha intención al escindir espacios que realmente están interconectados entre ellos: no tanto en lo físico (aunque también), sino desde la aparición de un sobrenatural que tiene distintas lecturas, y que es capaz de confrontar miradas con levedad, tomando una distancia que se antoja tan adecuada como sugerente, pues al fin y al cabo en la impresión que se le otorga radica un significado que surge de nuestras raíces, de aquello que en realidad nos modela.
No obstante, el cineasta uruguayo no evoca en Chico ventana también quisiera tener un submarino una construcción propiamente afianzada en el fantástico: este se percibe de una forma tan sutil y vaporosa como las interrelaciones que se van sucediendo entre los escasos personajes del film. Todo ello queda reforzado mediante una narrativa sosegada que deja respirar las imágenes y, al mismo tiempo, prescinde de cualquier elemento anclado en lo que se podrían entender como los preceptos del género. De hecho, que su representación huya de esa veta sobrenatural implícita en el relato, se puede leer del modo en cómo perfila Piperno sus personajes: atados a una realidad que los constriñe de una forma u otra —mientras el joven protagonista parece atrapado en ese trabajo, perdido entre los pasillos de la enorme embarcación, donde es reprendido por el jefe debido a sus constantes desapariciones, la mujer que recibirá sus visitas está atenazada por una manifiesta soledad—, descubren en ese resquicio una manera de encontrarse, comprenderse y compartir un espacio que, de algún modo, les reconforta. Así, las rupturas que el cineasta propone no son más que un método de exploración donde aquello desconocido, cuya existencia parece suspenderse en los lindes de lo irreal, es comprendido de formas totalmente antagónicas: de la oportunidad por indagar en un alivio a esa realidad persistente, a lo innecesario que se antoja encontrar desahogo a la existencia propia y, por tanto, la consecuente demonización de aquello que no atisba a concebir la razón. Un prisma que contrasta materialidades muy distintas, pero que asimismo contrapone estilos de vida que, de alguna manera, hablan sobre esa pérdida de libertades tan consecuente con el Primer mundo (je), engarzando así un ejercicio de género (sin género) tan valioso y revelador como profundamente evocador en su modo de afrontarlo.
Larga vida a la nueva carne.