En ocasiones da la sensación de que la diferencia entre juzgar y prejuzgar son sus 3 letras de más y ya. Pocos son los que se atreven a pasar de la segunda a la primera al conocer a una persona que no es de su entorno y de primeras no les entra bien. Siempre se ha dicho que, al pensar mal, acertarás. Suele ser cierto, sobre todo si nunca damos el paso de prejuzgar a juzgar sobre una base más estable de conocimientos. La diferencia entre ambas palabras es tan escasa, precisamente, porque aun juzgando a una persona por un aspecto concreto y conocido de su personalidad o de su vida, nuestro juicio les afecta por entero. Esto es: me cae bien o me cae mal. Es obvio que existen prejuicios que nos impiden llegar al juicio, pero también lo es que hay juicios que nunca se cambian a pesar de descubrir nuevas pruebas que contradicen nuestras opiniones. Un ejemplo claro donde ver estas dicotomías respecto a lo feo que resulta prejuzgar o no cambiar de juicio es el que existe entre autor y obra cuando el autor parece ser una mala persona, para muchos dos elementos muy difíciles de separar. Porque, si bien entre juzgar y prejuzgar no hay casi diferencia para muchos, sí parece haberla desde el conocer a una persona a comprenderla, y mucho más si vamos de la comprensión al afecto. Las aristas, que dirían algunos. Las gamas de grises entre blanco y negro, que dirían otros. La lealtad, la defensa por el bien mayor y todo lo que se quiera, porque al final cada cual es un mundo.
Todo esto para hablar de Charlatán, la nueva película de Agnieszka Holland, quien nos cuenta la vida y obra de Jan Mikolášek, un experto en plantas y sus propiedades medicinales convertido en curandero de éxito en Checoslovaquia desde antes de que tuviera lugar la Segunda Guerra Mundial, durante la misma (con el país tomado por los alemanes) y en el régimen comunista posterior. De ahí lo de las aristas, los prejuicios, los juicios y la comprensión. Todo ello dejado en nuestras manos, pues la directora polaca decide mostrar, entre flashbacks de diferentes pasados del protagonista y el presente, una serie de circunstancias, palabras y hechos reprobables y apreciables según el contexto y según cómo los queramos ver nosotros ahora. Por una parte, el papel de curandero o sanador, una profesión no sólo basada en su experiencia con las plantas, sino también en su poder para ver en la orina de la gente si están sanos o les quedan pocas horas por vivir. Por otro lado, tenemos su papel en las dos guerras mundiales y, por último, su lugar dentro del régimen comunista posterior. Elementos a sumar a la personalidad de Mikolášek y a su vida personal, otra arista que muchos siguen teniendo en cuenta incluso hoy, pero entonces a la sombra de dos regímenes totalitarios.
Así, asistimos a una película compleja, en general aséptica y más cerebral que emocional (incluso en los momentos más sentimentales), donde el guión y la dirección pretenden que, además de juzgar la obra final (de 118 minutos de duración), también nos formemos una opinión sobre un personaje lleno de claroscuros y cuyos vacíos o elipsis narrativas hacen que nos preguntemos si era un charlatán, un vendemotos, un genio con un don, un meapilas, una buena persona sin más, o alguien capaz de ayudar a los demás, pero siempre dejando clara cuál era el valor que implicaba su ayuda y la penitencia asociada. Porque, si había ya bastantes ingredientes en la trama, sumamos un poco de religión y flagelo y para qué queremos más. O sea, que, si buscas ir al cine a ver algo que dé que pensar (o para opinar), igual Charlatán es una buena opción.