Frente al cine-espectáculo (Megalópolis, Emilia Pérez) y a la provocación estridente (Kinds of kindness, The substance) que han marcado tendencia en la sección oficial durante la primera mitad del certamen “cannoise” aparece el eterno ‹enfant terrible› del cine francés, Leos Carax, para (con cigarro en mano) demostrar que la grandeza del cine no supura únicamente de proyectos megalómanos y estruendosos, ni siquiera de metrajes dilatados y, en no pocas ocasiones, desmedidos. En la más “godardiana” de las tradiciones, en apenas 40 minutos, el cineasta francés articula una hermosa reflexión sobre su obra, sobre la memoria y, porqué no, sobre las fugas y ramificaciones de la imagen contemporánea.
Su C’est pas moi, proyecto que servirá para algunos como recordatorio de que el gran cine existe también en formato pequeño, se origina ante la pregunta que le lanza el Centre Pompidou en aras de compendiar una exposición consagrada a su obra (que finalmente nunca tuvo lugar): Qui êtes-vous, Leos Carax? Este interrogante, que bien nos puede retrotraer al Klein de Polly Maggoo, supone el pretexto perfecto para que Carax vuelque todas sus inquietudes existenciales (indisociables, por supuesto, a lo fílmico) en una suerte de homenaje al recientemente desaparecido Godard, pero también a la provocación “magrittiana” que nos viene interpelando desde hace más de un siglo sobre la verdad que se esconde tras las imágenes y las palabras.
Porque no lo olvidemos, bajo la epidermis conceptual e intelectualizada de este ensayo autobiográfico hay toneladas de provocación. Carax convoca aquí figuras como Hitler o Polanski (¡por supuesto que no los metemos en el mismo saco!) y cuestiones como la persecución judía, para interrogarse sobre la propia identidad, sobre los avatares que han ido cimentando su visión del mundo. Su nada disimulada estructura, que desgrana sus recuerdos como hiciera JLG con el cine en Histoire(s) du cinéma, le permite dialogar de forma simultánea las idiosincrasias del cine del pasado (Lubitsch, Murnau, Guy, Epstein, los Lumière) con la cultura popular (el intrépido reportero Tintín) y con las derivas del cine del futuro.
Aquí queríamos llegar, porque en el recorrido por la obra de Carax vemos un creciente interés en las posibilidades expresivas y artísticas del cine digital, que encuentra en Holy Motors el receptáculo sobre el que volcar nuevas aproximaciones a la imagen como el ‹motion capture› o el ‹glitch› (la grieta, la descomposición pixelar de la imagen digital). En C’est pas moi, Carax nos recuerda que el ‹glitch›, el fallo en el sistema, también forma parte de la ecuación. Pero también aprovecha para encenderse un cigarro en casa (como hiciera durante la ovación del público “cannoise” en la presentación del mediometraje) con la cámara térmica activada, mientras sus gatos (cómo no pensar en Marker o Varda) deambulan alrededor, entre bostezos y maullidos.
La reflexión final de Carax sobre la mirada es igualmente hermosa como turbadora: el ser humano pestañea a un ritmo de 15/20 veces por minuto, porque si dejáramos de pestañear se nos secarían los ojos y quedaríamos ciegos. El cineasta francés hace uso de esta información para realizar una analogía con los derroteros de la imagen actual (basada en la hiperestimulación e hipertrofia visual): se mueve ya tan rápida que cada vez nos resulta más difícil pestañear, la imagen actual nos quiere ciegos. Si os acercáis a una de las grandes obras que nos habrá dejado la 77ª edición de Cannes esperad a la escena post-créditos, un emotivo y bellísimo homenaje que conecta a baby Annette con el Lavant de Mala sangre (Mauvais sang, 1986).