Quizá la mejor forma de abordar una crítica acerca de la última obra del tailandés Apichatpong Weerasethakul (sí, he tenido que consultarlo) sea el silencio. Un rotundo y colorido silencio. Ya desde los títulos de crédito, Cemetery of Splendour se presta a la interpretación. Y es que uno lee aquello de producido por Kick the Machine y Illumination Films (Past lives) y encuentra la excusa perfecta para echar a volar la imaginación y comenzar a ver alegorías en cada ráfaga de aire o en cualquier hierbajo que se cruce por pantalla. Bromas aparte, si algo ha demostrado el director en su corta pero fecunda trayectoria es que posee un lenguaje propio, un estilo, que es la seña de identidad de todo aquel que aspire a merecer el título de artista. En su caso, dicho estilo podría resumirse en su interés casi inhumano por desnudar su material, limarlo de asperezas, desnudarlo de ungüentos, ropajes y añadidos que no sean absolutamente necesarios para su propósito primero, acaso revelado en algún sueño del que solo cabe dibujar contornos, proyectar siluetas, atrapar el eco, los olores, la “temperatura de la luz”, que uno de los personajes dice ser capaz de percibir. Llegados a este punto, nos parece vislumbrar al director, su figura arrodillada, quizá su sombra, bajo un manto de estrellas en una noche clara, riendo.
Si tuviéramos que decantar el néctar sustancioso de una obra como esta, debiéramos remitirnos a lo primitivo, a un momento (lugar y época) distinto a este presente que vivimos, o malvivimos, como podría sugerir el director en un intento por culpabilizar, de nuevo en su filmografía, la occidentalización de todos los valores y la desmemoria galopante que nos aqueja. O el sueño y el insomnio perpetuos, extremos no tan opuestos de una concepción de la existencia cuyas raíces van necesitando cierta poda. Hay que recrearse en lo esencial; desviar la mirada, por una vez, a lo pequeño, a lo simbólico, no vaya a ser que nos perdamos el vagar del minutero y la caída armoniosa, cadenciosa, hoja a hoja, del calendario. ¿O acaso eran los árboles tan verdes de una escena donde dos mujeres conversan y bromean con paciencia? Con paciencia porque, en cierto modo, hemos perdido esa calma que no espera y que es contraria a la expectación hiperbólica, sobrealimentada del mal cine, sea el de la vida o el de la sala a oscuras donde se procede a “esculpir el tiempo”. Hablando de eso, el final de esta cinta me ha traído a la memoria una escena de Zerkalo (1975), donde el personaje de la madre aguarda, sentada a las puertas de la casa familiar, la venida del soldado a través del campo verde, y del viento, y de los ojos abiertos como platos; aunque diferentes en disposición, el tono se asemeja, su apuesta significativa por la contemplación, su defensa silenciosa de la maravilla. Algo muy alejado, desde luego, al fetichismo que reduce lo sagrado a predecir la lotería.
Puestos a enlazar más referencias, Cemetery of Splendour evoca la labor de artesano fílmico llevada a cabo por el director surcoreano Hong Sang-soo, de cuyo cine podríamos decir que es un cine gaseoso en su búsqueda sutil de lo fundamental en el devenir confuso, a veces caricaturizado (véase el aporte escatológico y humorístico), de sus personajes, lo que nos recuerda que asistimos a la representación de unas vidas al azar. A su fluir, si se quiere, en la línea del Tao y del enigma, sin propósito evidente más allá de la empatía o la ternura. Ciertamente, resulta difícil no intimar, sin quererlo, con estas gentes deseando amar… todavía. Gentes que, entre causas naturales (antiguas inundaciones) y artificiales (la instalación de la fibra óptica), asisten al cambio como detonante y combustible de toda la larga secuencia de sucesos que conformarán sus vidas, si despiertos o dormidos quizá se trate de otra cuestión secundaria. Como secundaria será la presencia pretérita de esos palacios de ostentación por los que batallaban (y batallan, si atendemos a la creencia de que nada muere completamente) antiguos reyes y señores, poblando el bosque de sonidos y enseñanzas. De hecho, al ver a esos bellos soldados durmientes y sus periscopios de colores, uno se pregunta si entre sueño y sueño captarán algún matiz recóndito, fugaz, de la Verdad. La de las estatuas.
Por su parte, los que esperan, los “vivos”, hacen preguntas de baldosas y demás cuestiones de importancia, tan inmersos como muertos en asuntos de la teletienda o la quimera, asumiendo de manera algo inconsciente que la instalación de la fibra óptica supondrá la conexión total. Un acercamiento central al presente y al pragmatismo, pues, pero acaso insuficiente. Más allá del patriotismo aparente, se intuye la invasión cultural y proliferan las ofrendas cada día más estúpidas y mediatizadas, si bien el director no se permite navegar gratuitamente por el desencanto, sino que, con mayor o menor gracia o efectividad, nos hace partícipes del flujo incesante de energías que conviene no olvidar, así que entrena el cuerpo y la memoria mientras prestas atención completa, cotidiana. Creo que la obra del tailandés habla un poco de eso: de aquel animal del lago cuyo misterio jamás resolvimos; de buenos salvajes combatiendo el sueño y el letargo; del sabor milagroso de un trozo de fruta; de volver a ser niño que juega a la pelota por encima del derrumbe para así tener más cerca la querida sanación. Y es que, “los humanos disciplinados son los más brillantes.” Pues bien, lo viejo y lo nuevo se acarician y sonríen en esta defensa, tan calmada y reposada que anestesia, del entorno natural.
«Prefiero dormir aquí», dice un personaje. Y yo lo entiendo.