Si hay algo que inquieta a Cédric Kahn desde hace años es el drama surgido a partir del comportamiento humano errático. En El creyente, su última película estrenada comercialmente, el director galo despliega todo su interés sobre un personaje venido a menos que debe encontrar un camino en la vida, y un sentido personal a la reflexión cristiana. Lo hace desde la fiereza juvenil y los restos de droga en el organismo, encerrando al joven pese a estar en plena naturaleza.
Estos detalles parecen replicar otros momentos de su cinematografía. Con una historia totalmente ajena, pero capaz de buscar senderos paralelos para llegar a un límite que obliga a la reflexión, Kahn rodó en 2004 Luces rojas (Feux rouges en su título original), donde también exprimía hasta el límite a un actor (en esta ocasión de mediana edad y con una obsesión impuesta por el alcohol) para destruir y recomponer un personaje más complejo de lo que su apariencia deja ver.
Jean-Pierre Darroussin, el favorito de Robert Guédiguian, con el que ha contado cualquier director de talante intimista francés que pueda venir a la memoria, consigue aquí ser el hombre incómodo y poco soportable que la historia pedía a gritos. Un tipo gris, que desde la primera escena transmite en sus carnes no sentirse cómodo en una vida anodina.
Muertos en accidentes de tráfico sonando en las noticias locales, copas rellenas de whisky o cerveza y una esposa —aquí hace acto de presencia una contenida Carole Bouquet— distante por rutina, son el combustible que necesita una road movie que no sigue las pautas de aventura en carretera, más bien concentra los hechos en las reducidas distancias de un coche moviéndose de noche por carreteras secundarias. Cédric Kahn decide usar el género cambiante, tintando a veces su drama de thriller para ir despojando completamente a su protagonista de cualquier atisbo de dignidad.
De la incomodidad al desquicie, Darroussin va empleando su distorsionada memoria ahogada en alcohol para interpretar la situación que le toca vivir. Un viaje para reunir a la familia se va transformando en una corrosiva aventura de extraños enfrentados a sus propios demonios, eliminando la capacidad de razonamiento del hombre.
El paisaje, oscuro y desconocido, se convierte en el principal elemento de tensión del film. El coche es el cubículo del que entra y sale su protagonista para alimentar el descontrol que suscita su viaje a ninguna parte, que nos lleva a pensar en ocasiones en esos conductores ensimismados que empleaba el propio Hitchcock, aunque en esta ocasión no es un mero trámite, sino el centro de toda la rabia contenida, violencia después y confrontación final que no son más que señas identitarias de aquel que necesita tocar fondo para, a su vez, implorar un camino por el que volver a sacar la cabeza.
Lo atractivo de Luces rojas no es solo esa acertada elección para el papel protagónico, es que sabe apartar la mirada de la autodestrucción personal con la aparición de un tercer ente perturbador: el hombre fugado. Ya no solo interesa el caos, también lo hacen los efectos de lo intrusivo, mérito de Georges Simenon y la novela en la que se basa el film
Aunque los elementos son escasos, Luces rojassorprende por seguir el ritmo entrecortado de una mente manchada de alcohol —no solo emplea el desenfoque subjetivo de su mirada en más de una ocasión, también aparecen lapsos temporales que pierde el espectador como ha hecho el protagonista, para ser cada vez más partícipes de su situación—, y la solidez con la que retoma el gusto de Kahn por arrasar al individuo en silencio, sin artificios, mostrando de frente esos oscuros pasajes del hombre prototípico en sociedad, para dejarlo caer en picado hasta necesitar su propia redención, una que le lleve a buscar vías con las que adaptarse al mundo, asumiendo que lo contrario no va a suceder.
Del reduccionismo a la liberación, Luces rojas aspira a ser un thriller psicológico preferente, donde la psique de un absoluto perdedor, padre de familia y ofendido profesional, sabe enclaustrarnos en su vacío existencial hasta quererle empujar hacia la salida más cercana, reconciliándonos lo justo con ese ser zafio que conocimos al inicio del metraje. Kahn sabe más sobre la salvación de las almas de lo que demuestra con El creyente, y Luces rojas es posiblemente una de sus mejores aproximaciones al tema.