La adolescencia es terreno abonado para hablar de despertares y rebeldías. Las emociones, el amor, el sexo y el desafío a la autoridad parecen cosas indiscutiblemente ligadas a este periodo vital. Si a todo ello sumamos un contexto represivo y estricto en lo moral y lo religioso y la aparición del elemento vampírico, el cóctel se antoja como una bomba de relojería, como una montaña rusa abierta a la lujuria de sexo, sangre y violencia.
Carmilla, al abordar todos estos temas, puede no parecer el producto más original del mundo; sin embargo, el enfoque, completamente alejado de los cánones de la explotación genérica más pura le otorga una visión que, si no podemos considerar del todo novedosa, sí explora otras formas de abordar la temática.
El film de Emily Harris pivota sobre los conceptos de lo poético y lo sosegado, evitando exageraciones tanto en lo grotesco como en lo vaporoso. La tentación de convertir el fuera de campo en cortinilla de terciopelo (a lo Peter Strickland) se convierte en una agresividad enjaulada en barrotes de construcción de film de época. Lentos movimientos, rutina diaria y una cierta obsesión por mostrar la represión como parte normal de la pedagogía.
No es de extrañar pues que el elemento vampírico se intuya de soslayo primero, y encerrado físicamente después bajo la excusa de la protección moral. Es finalmente en el momento en que se muestra cuando el conflicto estalla. No tanto envuelto en sangre, sino en una carnalidad preexistente y ahora liberada.
El efecto buscado, y también conseguido, es el de poner en un espejo la represión contra la libertad y al mismo tiempo, poner en la palestra las contradicciones del represor consigo mismo y las leyes y normas que trata de imponer aun cuando muchas veces actúan en su propia contra.
El vampirismo aquí se aleja pues del concepto siniestro y oscuro, incluso del romanticismo glamuroso impostado. En Carmilla se opta por una tercera vía en la cual no se hace hincapié ni en la bestialidad de la sangre, ni en la psique torturada por la inmortalidad. Esto va, en cierta manera, del vampirismo como fuente revolucionaria de liberación. No en vano, el contexto histórico enmarcado en 1780 ya nos habla de algo que posteriormente Gramsci describiría como el momento en que «el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y, en ese claroscuro, surgen los monstruos». La divergencia radica en que a diferencia del monstruo fascista “gramsciano” aquí el vampiro actúa prácticamente como gatillo de una revolución de liberación (humana, nacional) que lo cambiaría todo.
Emily Harris pone en solfa, además el elemento femenino como motor del cambio y también de la reacción. Mujeres que son fuertes, sensibles, contradictorias pero, aún en el papel de represora individualmente poderosas, convirtiendo la masculinidad en mera comparsa de un mundo que se le escapa de las manos. Todo ello filmado en una luz suave, de ocaso continuo, en una naturaleza domesticada siempre a punto de revelarse. Sí, Carmilla es ante todo un film de puesta en escena, donde la metáfora que subyace al texto no está en requiebros formales sino en cada detalle, en cada gesto. Una obra tan minimalista como amante del detalle. Una manera diferente e impecable de hablar de transformaciones sin la aparatosidad que suele conllevar una revolución.