El espectador contemporáneo se sorprendería profundamente al experimentar la fuerte fisicidad del cine de Carlos Saura, en especial al contemplar sus obras maestras en una sala debidamente sonorizada. Elisa, vida mía forma parte de la cúspide de uno de los creadores más comprometidos, virtuosos y devocionales que ha dado nuestro país en las últimas décadas.
Sin lugar a dudas, esta es otra maravilla semi-oculta del cine español, escrita con una relación paternofilial como eje conductor y cuya energía interpretativa, narrativa y simbólica es como un zarpazo al alma. De nuevo, la colaboración Saura-Chaplin da sus frutos. Su conexión autor-musa, con la que uno conecta de forma profunda, rima con otros duetos artísticos como el de Bergman-Ullman, Godard-Karina o Fellini-Massina. Da la impresión de que Geraldine Chaplin, hija del celebérrimo cineasta, ocupa en todo momento el lugar que le corresponde en el encuadre. Su mirada rebosa aflicción, tristeza pero también una brizna de esperanza, mezcolanza que certifica la increíble actriz que es, tan capaz de anexionar sentimientos contradictorios en una misma escena. Por otro lado, la capacidad del director de La caza no sólo para confeccionar las imágenes o imbricar los tempos, sino también para amalgamar sus ambigüedades y significados ocultos, sigue incólume desde Los golfos. Sin duda, es uno de los directores españoles que con más habilidad se mueve por el terreno de lo familiar y lo fantasioso, trabajando desde la circularidad del relato; de un modo análogo se generan los circunloquios en las películas de Manoel de Oliveira, aunque este apueste más por la vía de la palabra, y que esta vaya rellenando los resquicios que el relato deja vacíos. Saura siempre ha dicho que Ingmar Bergman, además de Luis Buñuel, es uno de sus principales referentes, predilección que queda inmortalizada en muchas escenas y decisiones de puesta en escena, tales como la relación entre los personajes de Cría cuervos…, que remiten a las de Gritos y susurros o a otras composiciones del maestro sueco. Hay que matizar que Saura aprende pero no copia, es totalmente capaz de abrazar un imaginario y una idiosincrasia muy vinculables al carácter español. Antes de eso, no obstante, el director oscense es consciente de que su cine debe anteponer la complejidad psicológica de los personajes que lo habitan a características nacionalistas.
Elisa, vida mía son dos horas de cine virtuoso, adulto e inteligente, que nunca banaliza la expresión verbal y emplea la banda sonora como un desencadenante del misterio y el recuerdo. En ese sentido, Saura establece conexiones muy seductoras con otros films suyos que quizá trascendieron más dentro del imaginario colectivo, como Cría cuervos… o La prima Angélica. La película se inscribe en esta línea alegórica tan bien cultivada por el cineasta, consciente de la situación del estado en aquel momento y actuando en consecuencia desde la creación. La vinculación con el padre, el tema por excelencia del relato, arrastra fuertes resonancias del orden imperante en la política y la sociedad que en aquel momento se intentaba reformular.
Por otro lado, hay que remarcar que Fernando Rey lleva la actuación en la sangre; cada gesto y entonación agregan verosimilitud a su personaje. Quizá este es su papel más sentido, con permiso de la extraordinaria Viridiana o la grotesca Ese oscuro objeto del deseo. Si bien el cine de Luis Buñuel despunta por una poesía de lo feo y una disección del deseo, entendido como represión, el de Saura se siente cómodo en unos códigos más poéticos y sensuales. En lo que respecta al rostro de Ana Torrent, y que aparece en escasos momentos de la cinta, es la inocencia que España nunca tuvo la posibilidad de tener. Un rostro de lirismo e ingenuidad que quedó totalmente sofocado por la doctrina totalitaria que nos asoló. Saura, de igual modo que Erice o Zulueta, fue uno de los encargados de desenterrar la poesía tras la barbarie y la desolación, y su talento creativo salpica por igual las películas más reivindicadas y las que se precipitaron hacia el olvido. Elisa, vida mía o Ana y los lobos son los casos más flagrantes, y que merecen constantes revisitas para entender los instintos reprimidos que propició una transición incompleta.