Dicen que, en ocasiones, la primera toma de contacto con un cineasta es la que cuenta, y podría afirmar que en el caso de Carlos Reygadas esa primera toma de contacto fue inmejorable. Corrían los albores del s. XXI, y pocos imaginábamos la cantidad de talentos que depararía una década que dejaba atrás los maravillosos 90. En ese marco, un mexicano llegaba a Cannes con una ópera prima que bien podría encajarse como una total y absoluta declaración de intenciones, y lo hacía no sólo para competir, también para llevarse su primer galardón de peso, una Mención especial en forma de Cámara de Oro. Aquello era el inicio de una ineludible carrera que volvería a pasar por Cannes, y lo haría para recoger un Premio del Jurado por su tercer film, Luz silenciosa, y un galardón a la Mejor dirección por Post Tenebras Lux, que precisamente llegaba este pasado viernes a las salas españolas. Ese es, quizá, el principal pretexto para volver a una de esas obras que en su primer visionado le dejan a uno fuera de sí mismo, como si la percepción de lo que acaba de pasar ante sus ojos fuese suficiente, y el entendimiento —algo siempre rechazado por Reygadas— o (por aquel entonces) inexperiencia quedasen relegados a un segundo plano ante el poder de unas imágenes que permanecen imborrables, en algún lugar de la mente, desde el primer día. Como si la concepción de lo que entendemos por cine se redujese a un plano tan primigenio como puro.
No sirva, no obstante, esta reivindicación sobre Japón como uno de esos inevitables ejercicios de nostalgia que en ocasiones preceden la razón cinéfila, y es que tras la ópera prima de Carlos Reygadas hay sobradas razones de peso como para encontrar algo más que un cauce de fotogramas que se te esculpen en la retina, no en vano Japón es una de esas obras que se ve enriquecida en cada nuevo visionado y que en su trayecto es capaz de lanzar lecturas que precisamente alimentan esa necesidad de volver a ella, no tanto por el hecho de comprender y otorgar un significante a cada imagen, a cada escena, sino de abrirse paso a través de precisamente esas imágenes y encontrar nuevas vías desde las que reformular el discurso de un film tan enigmático como fascinante. Como es obvio, esa cualidad no es propia únicamente de la obra del mexicano, pero quizá en el modo de entretejer los fotogramas y buscar un camino en el que forma y fondo logren converger hasta el punto de encontrar una respuesta perfecta el uno en el otro, hace de Japón una de esas cintas que juegan a ser algo más que concepto, y se sumergen en un estado emocional del que es difícil salir, comprendas o no, te impliques o no.
Así, más que estar dotada de un sentido y una coherencia que la enriquecen, la forma de Reygadas por comprender ese universo donde la muerte y la vida están separadas por un hilo tan fino que en ocasiones se antoja indivisible, es primordial en un film donde las descripciones pueden ser tan pronto trazadas por un somero diálogo como por el vaivén de una cámara que prácticamente esculpe a sus personajes en el tiempo. No es eso casual, y es que en el cine de Reygadas se encuentra una clara confluencia con el trabajo de uno de los mayores maestros de la historia del cine, Andrei Tarkovsky, que desde la particular perspectiva del autor de Batalla en el cielo, es capaz de dotar tanto de una complejidad inusitada al conjunto como de una belleza que se plasma en la plasticidad de unas imágenes tan preciosas como devastadoras, sin por ello tener que incurrir en esa sensación tan común de ‹déjà vu› o de revoltijo, en la que no pocos cineastas se ven reflejados cuando intentan plasmar en pantalla lo que se podría definir como referencialidad.
Para ello, Reygadas se acoge a una historia sencilla en la praxis que describe el periplo de un hombre que huye de la ciudad y declara iniciar un trayecto con el único cometido de “matarse”, llegando así a un pequeño pueblo en el que una anciana viuda le albergará en su maltrecho hogar. La relación entre ambos es descrita de un modo casi desinteresado, y a los intentos de él por evitar encontrarse en medida de lo posible con la cordial figura de esa mujer llamada Asención, se sumará el carácter creyente de ella —ya descrito en un primer y certero diálogo— frente a la indiferencia de ese hombre. Reygadas, como comentaba, no comprende esta relación desde un punto de vista agresivo, y es así como rehuye cualquier enfrentamiento, desde religioso hasta cultural, que pudiese surgir entre ambos protagonistas. Incluso podría decirse que la comunicación establecida entre ambos bordee la indiferencia por parte de él termina por ser clave en el devenir de su idea inicial, en especial al servir para encontrar en cada pequeño gesto un resquicio de humanidad inesperada, pero no una humanidad entendida desde la comprensión o incluso la misericordia, sino descrita en los pequeños detalles que se hallan en el particular día a día de Asen.
El hecho de que el cineasta contemple ese viaje focalizando en ocasiones una decrepitud y una fealdad que se hacen patentes en más de un momento, amplifica si cabe las connotaciones de un film que puede encontrar en su trayecto imágenes hermosas y evocar conceptos como los de esa humanidad que nos hacen pensar en un reflejo distinto, pero encuentran en la forma de manifestarse de Reygadas algo que los lleva a un nivel distinto: porque no aquello que nos hace tenues y cercanos debe ser comprendido desde una óptica amable y preciosista, sino más bien al contrario, encontrar esa belleza en un marco que precisamente no induce a ello apuntala una idea mucho más terrenal y próxima a lo que en realidad somos. Si bien es cierto que el cine del mexicano se acerca en ocasiones a una opción formal mucho más sugerente (siendo hasta capaz de tratar con tacto aquello que podría haber resultado tosco), incluso empleando su banda sonora para reforzar ese halo que rodea al protagonista ante un universo mucho más palpable, Japón se mantiene siempre en un terreno que la hace tan efímera (por contradictorio que suene) como fascinante, como si en ella se viesen descritas las propias connotaciones de un film que apunta hacia lo que somos y, más que cobijarse en ello, teje un cuadro en el que lo onírico y lo humano se encuentran en un último acto casi expiatorio, como si de una ofrenda se tratase, para conformar una de esas obras imperecederas de las que es difícil despegarse.
Larga vida a la nueva carne.