Carlo Sironi consigue con Sofia, uno de sus cortometrajes académicos, captar dos grandes momentos en la niñez. Sofia y su hermana mayor, Elena, viven en medio de un panorama mascado pero aún así tratado de forma inteligente. Dentro de sus medios, Sironi sabe hacer de cada plano-contraplano algo fresco y con sentido, de cada movimiento con la cámara un gesto bien medido.
La figura de un padre que se ausenta y una madre atenta conducen a Elena a madurar antes de tiempo. Ella, que comienza a sentir las primeras vibraciones del amor adolescente mientras una música acompaña sus latidos, querrá adelantar acontecimientos e irse con su amiga un día por la tarde. Ante una negativa final, su mirada se tornará desdén y después rencor. Un arrebato propio de su edad la llevará entonces a tomarla con su hermana, pue su padre la ha puesto como excusa para que ella no se fuese. Entre el drama y la perdición de una inocencia que se refleja en la pequeña Sofia (cuya aparente discapacidad se traduce como una privilegiada forma de contemplar), la película recorrerá los escenarios propios de los barrios de la clase media italiana para desembocar en dos imágenes que apuntan al futuro del cineasta. Una de ellas es el dedo de Sofia que apunta hacia diferentes puntos de la ciudad, desenfocado de forma que dilata su forma y reconduce la mirada hacia más allá de lo visible. ¿Qué ver? Una sombra, como en el plano en que las manos de Elena juegan con la luz del sol y también se difuminan con el campo visual.
Sironi ofrece un pequeño vistazo, humilde pero interesante, a sus más profundas preocupaciones. El devenir adulto, el transitar los años variables y confusos de un periodo que está lleno de cambios pero que siempre confluye en una extraña pérdida de ilusiones.