Sin ser su ópera prima, muchos críticos consideran a Cantata como la primera muestra propia e indisociable de Miklós Jancsó. Un cine que forjó lo que posteriormente se denominó como Escuela Húngara contando con alumnos tan emblemáticos como Bela Tarr o Theo Angelopoulos por poner dos claros ejemplos. Jancsó fue uno de esos cineastas que revolucionaron la concepción y el estilo cinematográfico allá por los años sesenta. Su seña de identidad fue sin duda el apostar por una puesta en escena preciosista, de gran belleza paisajista, moldeada a través de hipnóticos y envolventes planos secuencia sin apenas contar con las tijeras para conectar las diferentes secuencias que conformaban el todo. Un ejercicio arriesgado en su época —igualmente el maestro no dudaba en incluir escenas de desnudos naturistas en medio del campo y sin casi venir a cuento, hecho que le acarreó múltiples problemas con la censura— y que hoy en día ha acabado siendo explotado hasta decir basta, limando en parte los poderosos efectos de innovación que tiznaban las obras del magiar.
Cantata aparece como una joya necesaria para entender lo que significó Jancsó, si bien la misma aún no encaja al cien por cien con el estilo marca de la casa del maestro, siendo más una aproximación de su evolución hacia una forma de entender la narrativa ciertamente singular. Es más. Lo que ciertamente resulta alucinante en Cantata es su deformación de los patrones artísticos conectados a la especial visión de Michelangelo Antonioni. Quizás ésta fue una de las primeras obras que deconstruyeron los paradigmas creados por el cineasta italiano. De hecho tanto la puesta en escena como el esbozo intelectual y el viaje interior realizado por cada uno de los protagonistas recuerdan demasiado a La Notte, película lanzada dos años antes que la obra objeto de reseña. El Dr. Ambrus de Cantata aparece así como la versión húngara del retrato del vacío existencial llevado a cabo por ese escritor burgués llamado Giovanni interpretado por Marcello Mastroianni que no encontraba respuestas a las múltiples preguntas que se le presentaban.
La decadencia de la burguesía como esa clase abandonada a los placeres, displicente, frívola y superficial también se halla en Cantata. Así la película otorga el protagonismo a un joven Doctor que labora en un hospital, llamado Ambrus. Éste es un joven ambicioso, vehemente y contrario a ejercitar la medicina con un enfoque tradicionalista, chocando así con el viejo profesor para el que trabaja. Ambrus pertenece a esa generación de médicos que apuestan por la innovación y el trabajo en equipo, frente a la genialidad individualista de los pretéritos galenos, liderando una especie de revolución que parece estar cocinándose en el establecimiento hospitalario. Sin embargo, durante la realización de una operación a corazón abierto de una joven paciente esposa de un amigo de juventud de Ambrus, la lucha de egos que enfrenta a maestro y alumno durante su ejecución, traerá consigo el paro cardíaco de la joven, quien salvará su vida gracias a un ejercicio de masaje cardíaco desempeñado con maestría por el enemigo de Ambrus, quien culminada la operación se derrumbará sin fuerzas, quizás unas fuerzas que le faltaban antes de arrancar la intervención y que Ambrus ocultó con el fin de establecer una pequeña partida de ajedrez con su contrincante.
La contemplación de este milagro médico, junto a la consciencia de haber puesto en peligro una vida humana por un capricho personal y su ausencia de reacción ante una situación adversa, sumirá a Ambrus en una crisis de identidad y emocional de proporciones mesiánicas, lo que le llevará a plantearse si ha estado perdiendo el tiempo durante sus 32 años de existencia ante su posible ineptitud para el ejercicio de la medicina. A partir de este momento nuestro protagonista sentirá una asfixia perpetua ante la carencia de oxígeno presente en el ambiente, tal como si de un pez fuera del agua se tratara. Para intentar calmar su calvario, éste acudirá en ayuda de sus viejos amigos universitarios, una panda de culturetas sin intelecto dedicados a grabar cortometrajes de ficción de tono vanguardista quienes comparten su vacío en medio de desconcertantes reuniones donde se discute toda una serie de pantomimas de pretendido tono intelectual sin sustancia .
La película se centrará pues en narrar la espiral decadente a la que se verá hundido un Ambrus que no encaja en ninguno de los sitios a los que acude en auxilio de su frágil moral. Ni estableciendo charlas trascendentales con unos burgueses carentes de cerebro, ni contemplando el resultado de su vertiente artística que da lugar a un cortometraje protagonizado por Ambrus y su adúltera amante —para más INRI pareja de un amigo— tan decrépito como autoparódico, ni celebrando la total ausencia de valores explotados en medio de un festejo en el que corre sin obstáculos el alcohol, la música swing y la mentira, nuestro héroe encontrará un refugio en el que respirar a gusto. Ya que ha perdido el Norte, mutando en un extraño consigo mismo. Por tanto a Ambrus no le quedará otra opción que intentar buscar su orientación perdida retornando a su hogar, junto a su padre, pariente que estaba totalmente olvidado en su vida en la ciudad, en medio del campo húngaro. Un entorno bello, salvaje, limpio de contaminación y corrupción. Un paraje con olor a estiércol y a vaca frente al aroma a perdición y lascivia presente en la gran ciudad. Un lugar donde la vida se reduce a lo más simple, a la supervivencia, quizás el verdadero sentido de esta vida carente de toda lógica.
Partiendo de esta premisa argumental, el autor de Salmo Rojo construyó una obra desgajada en tres partes claramente diferenciadas. Una primera que descansa alrededor de las intrigas palaciegas que estallarán en medio del hospital merced a los ambiciosos propósitos de un Ambrus cegado por su egocentrismo. Una segunda que versará sobre el vacío existencial que emergerá en el protagonista al constatar su falta de pericia, lo que le conducirá a proyectar su tedio en fiestas sin sentido como una sombra intrusa naufragada en una terrible depresión. Y finalmente una tercera que radiografiará el encuentro del médico con sus orígenes rurales, con su padre y familia, con sus viejos amigos no infectados por la cultura del progreso, con el mundo primitivo de costumbres arraigadas y cielos despejados de nubes interiores que supondrá esa iluminación que sitúa un pequeño halo de esperanza al final del túnel. Unas llanuras donde no existen las paredes físicas ni morales en las que esconder la cobardía y la inmadurez impropia de un profesional de la medicina cuya responsabilidad consiste en conservar la salud del prójimo.
Desde el punto de vista formal la película conserva asimismo cierta dicotomía. Frente a esa puesta en escena que descansa en planos cortos y primerísimos planos de los actores que irradia el primer vector del film en un montaje que parece calcado de La Notte de Antonioni tanto por el empleo de un blanco y negro muy seco y oscuro —tanto como la moralidad de los personajes— como por esa grafía amparada en planos medios adornados con unos elegantes y leves movimientos de cámara que sitúan la visión a la altura de los ojos de los intérpretes, la lírica visual ejecutada por Jancsó irá viajando hacia el alargamiento de las tomas caligrafiada mediante unos espléndidos planos secuencia a medida que el protagonista va arrastrándose por bares y fiestas, culminando la propuesta con esos planos típicos de Jancsó cuando el mismo aterriza en las llanuras magiares. Este vector, el último de la cinta, sin duda supuso la primera muestra del arte puramente arquetípico del maestro, quien se movió como pez en el agua esbozando con una belleza supina la inmensidad de los bosques húngaros, de esos cielos hipnóticos, de esas colinas carentes de modernidad. Unos planos calmados, circulares, siempre en movimiento, luminosos, sin necesidad de ser asesinados con cortes de ningún tipo. Puro cine de la Escuela Húngara.
Una cámara que como el pincel de un poeta, sirvió para lanzar inteligentes metáforas cargadas de alegoría, mostrando la opresión existente en la ciudad a través de una fotografía asfixiante sita en espacios cerrados y cargados de perdición, frente a la libertad exenta de ligaduras inherente a los campos magnéticos propiedad de campesinos y gente antigua que no ha dado su brazo a torcer en favor del mal llamado progreso.
Para Jancsó el cine debía constituir una pieza en movimiento, nunca estática, que tratara de reflejar los grandes problemas que han venido acuciando al ser humano desde tiempos inmemoriales. Una coreografía de la condición humana asociada al engranaje amoral incendiado por los más bajos instintos de ese depredador para el hombre que es el propio hombre. El cine debía ser ese reflejo fragmentado de la realidad, pero no en la vertiente neorrealista, sino derivando hacia un enfoque simbólico y abstracto, un marco perfecto para la concepción de poemas visuales guiados por metáforas soterradas que obligaban a estrujar las meninges al espectador. Esto es Cantata. Una obra cincelada alrededor de la depresión y el vacío existencial. Una fábula contraria a la megalomanía que apuesta por el minimalismo. Una epopeya que nos advierte que aquellos fantasmas a los que solemos echar las culpas de nuestros males habitan en nosotros mismos, en nuestro interior, y por tanto somos nosotros los principales responsables de encontrar una solución a los mismos.
Todo modo de amor al cine.