Tras el turno de la aplaudida coproducción Enemy en la primera jornada, la segunda película española a concurso que ha podido verse en San Sebastián es Caníbal.
Una aislada gasolinera en plena noche, mientras aparecen los títulos de crédito. Un par de siluetas y un coche sirven para introducirnos en una primera secuencia que, sin que medie una sola palabra, deja de relieve el silencioso modus operandi del protagonista de Caníbal. Manuel Martín Cuenca presenta así sus cartas, dejando claro que se trata de un grandísimo narrador en imágenes, virtud ya demostrada en sus anteriores trabajos, sobre todo en la inferior La mitad de Óscar (2010), cuyos principales puntos fuertes alcanzan aquí unas cotas mucho más elevadas. De hecho, llama la atención el desarrollo en esta etapa de una narrativa visual alejada de sus primeras e igualmente muy estimables La flaqueza del bolchevique (2003) y Malas temporadas (2005).
Carlos, un sastre granadino cuyas relaciones se limitan a lo estrictamente profesional y la cofradía a la que pertenece. Dos hermanas rumanas, igualmente solitarias, que llegan a la ciudad buscando un lugar y se establecen en un piso de su bloque. Una pequeña cabaña en plena Sierra Nevada. Con suma pericia, estos tres ingredientes son convenientemente presentados y mezclados en un arranque sigiloso, carente de estridencias que pongan en peligro la tensión sostenida. A esto hay que añadirle un inteligentísimo uso de la elipsis, que consigue dejar en segundo plano los acontecimientos clave para otorgar un mayor predominio a la frialdad emocional y formal que emana el protagonista y lo que le rodea.
Pero Caníbal no solo arriesga en su sostenida presentación, sino también en la construcción de un personaje complejo, bajo cuya aparente normalidad se esconde un monstruo. Sobre el papel, Carlos se prestaba al peligro evidente de nacer convertido en un cúmulo de tópicos, y los esquiva encomiablemente de la mano de un Antonio de la Torre que cumple con las expectativas que todos pusimos en él al conocer este proyecto. Con lo que no se contaba era con la solidez de la rumana Olimpia Melinte, que le da excelentemente la réplica en el reto de un complejo doble papel, que supone casi el único resquicio humano que se abre al personaje.
Sin embargo, si Caníbal cojea en algún aspecto es en el desarrollo de la relación entre un protagonista que se supone profundamente impulsivo e irracional, con una psicopatía que nubla su mente, y una mujer que no consigue apartarle de esa espiral, pero sí hacerle cuestionar sus sentimientos y presentarse tan distinta al resto de sus víctimas. Las calles de Granada sirven como perfecto escenario para la historia de un tipo solitario cuyos terribles actos e impulsos son desconocidos por los que le rodean —es tan coherente con la propuesta como llamativo para el espectador que, durante toda la película, nadie advierta las desapariciones que llevan tiempo produciéndose en los alrededores—.
Estas pequeñas inverosimilitudes, unidas a una deriva final igualmente insatisfactoria, provocan que Caníbal deje la postrera sensación de ser un trabajo que falla en su último remate, de descarada solvencia pero al que falta un pequeño broche para suponer algo de mayor alcance. En cualquier caso, se trata de una propuesta muy loable que anima a esperar que la carrera de Martín Cuenca siga dando frutos de naturaleza similar.