Navegando en la dicotomía cine-teatro, en una efusiva huída de la retórica hollywoodiense, Dietrich Brüggemann abandona el uso de la inflación de la imagen y el montaje para volver a dar protagonismo a la transformación del espacio en escena cerrada, a la puesta en escena y al uso de los diálogos con suficiente entidad para sugerir el estadio emocional de sus protagonistas. Su objetivo: la búsqueda de la intriga en los movimientos internos.
Si la palabra en teatro es el elemento más poderoso, pues el parlamento en la voz de los actores consigue que la escena discurra en ellos mismos y en todo aquello que con su verbo puedan evocar. Decía Peter Brook que: «cada palabra contiene por sí misma y en los silencios que la preceden y a siguen, todo un entramado tácito de energías entre los personajes». En el film narrativo, por la contra, prima el lenguaje visual sobre el lenguaje verbal en su afán de generar una mayor sensación de «realismo» y otorgar mayor fluidez al ritmo narrativo donde, en primera instancia, las palabras emanan de la acción, no la construyen.
En este juego de sinergias interdisciplinares, el realizador bávaro consigue generar un artefacto meticulosamente diseñado en el que la forma trabaje para el contenido. Por ello divide Kreuzweg (traducida al español domo Camino de la cruz) en 14 actos, 14 planos secuencia (de los que 11 son escenas fijas), que aluden a los títulos tradicionales de las estaciones del Vía Crucis de Jesucristo. Los planos cerrados, opresivos, en su mayoría estáticos, el escaso uso de recursos técnicos, su fotografía sobria y su luz, primordialmente blanca, son utilizados por este realizador para generar un marco escenográfico en el que no se atisbe flexibilidad, donde todo resulte rígido, adusto, frío y distante. Este mecanismo de ingeniería alemana no sólo le servirá a Dietrich para vertebrar su guión y generar la atmósfera psicológica en la que mover a sus personajes (cada plano-escena-acto se articulará coma una pieza independiente con significado propio), sino que además le servirá como un elemento enfatizador muy útil para exponer y subrayar la exposición del tema central de su obra: como el fanatismo religioso produce efectos devastadores, incluso en sociedades occidentales «modernas» y de como éstos afectarán con mayor contundencia a las personas más vulnerables de la sociedad.
Utilizando este entramado formal, Dietrich y Anna Brüggemann comenzarán su exposición en Kreuzweg partiendo de lo que será un momento crucial tanto en el transcurso narrativo de la película como en la vida de su personaje principal, María (Lea Van Acken): su preparación espiritual para recibir el acto sacramental de la confirmación. María, junto con otros jóvenes, “reflexionarán con su pastor espiritual (el padre Weber -Florian Stetter), sobre las virtudes de la privación como una forma de alcanzar la divinidad y como método de sublimación frente a las constantes tentaciones del “diablo”. Pronto comprenderemos que María ha de lidiar con sus constantes contradicciones internas y éstas se verán siempre sometidas a reprobación, bien por su familia, bien por el entorno de su congregación.
Partiendo de esta premisa, Dietrich nos mostrará a lo largo de cada uno de los actos en los que estructura su guión, como la constante confrontación de sus creencias, fundamentalmente en dos planos: por un lado en el íntimo-familiar y por otro lado en el íntimo-social (escuela), marcará la deriva del personaje de María. Y de como esta deriva será consecuencia inexorable tanto de la rigidez del sistema totalitario al que pertenece su congregación (que no admite de idea de contradicción humana, en una pretendida recuperación de los dogmas de una iglesia católica que niega con rotundidad la apertura al diálogo con el mundo moderno), como de la relación que mantiene con su entorno familiar directo, ya infectado por el fanatismo, y más concretamente de la relación con su madre, marcada por la ausencia de cariño y comprensión.
Grandísimo ejercicio narrativo en el que forma y contenido son indisociables (cada escena funciona como una cárcel rectangular, un espacio frío y cristalizado en el que no cabe ni la más mínima variación, en la que los personajes se mueven adaptándose en apariencia a su destino). Entretenida, emocionante (que no melodramática), con pinceladas de humor negro y con gran riqueza de lecturas pese a lo austero de la propuesta narrativa y formal. Imprescindible.