Basada en la historia clínica de Camille Claudel, escultora francesa y heroína de su Nación, Dumont —refiriéndose a informes médicos únicamente— se circunscribe al corto lapso de tiempo de los tres días que nos narra sobre su vida.
En apenas esas horas, internada en un manicomio demencial cerca de Avignon y contra su voluntad, Camille aguarda esperanzada la visita de su hermano Paul.
Esa espera se hace eterna y Dumont, se excede. Lo adelanto por si deciden seguir adelante llegado el primer cuarto de hora del metraje.
Largos y silentes planos secuencia nos muestran los quehaceres cotidianos de una artista confinada al ostracismo y al destierro de la bohemia de la época entre los muros de un convento.
Juliette Binoche hipnotiza al espectador a través de la personalidad arrolladora de la escultora, antigua alumna de Auguste Rodin y más tarde amante.
Hacia el año 1915 sería confinada a un remoto psiquiátrico entre montañas, vendida por su mentor y miembros de su familia. Más pálida que nunca, aparentemente más muerta que viva —aunque un par de extensos monólogos reveladores dan fe de la genialidad de su espíritu—, Binoche es capaz de contarnos cualquier sensación con sólo mudar la expresión de sus músculos faciales.
Es perder el tiempo exaltar aún más a la actriz. La interpretación de Camille está a la espera de un torrente de premios que Binoche, recogerá de su parte.
Locura y arte siempre han convivido por lo visto. Por eso pretende Dumont internarse en esa dimensión psicológica de una mente excepcionalmente avanzada a una época que asfixia sus capacidades creativas. Su genio entra en colisión con el convencionalismo más férreo de aquellos años y contra la moralidad cristiana. Trágicamente las expectativas de la temprana sociedad de los primeros años del siglo XX francés se levantan como un muro de piedra infranqueable a sus anhelos de expresión artística.
Camille Claudel, 1915, fue rodada en una institución mental con pacientes reales, añadiendo más patetismo si cabe y una gran incomodidad palpable entre el público. Dumont erró en ese aspecto. Deleitarse durante minutos pausados, en los momentos de mayor dramatismo haciendo uso de personas discapacitadas ni hace más traumático el momento, sino más largo, ni más real, sino vergonzoso.
El inicio de la película martillea tanto el cráneo de Camille como el del espectador no por la dimensión realista de la que peca, sino sensacionalista, con esas mujeres enfermas llenando los planos del claustro y propinándonos una soberana bofetada a los del patio de butacas como si fuera eso lo que nos merecemos.
Esa sensación molesta luego desaparece con la irrupción de una pausa narrativa —la entrada en escena de Paul Claudel—, torpemente calzada. En un momento dado esa ruptura forzada deriva hacia divagaciones bergmanianas y teológicas que, sencillamente, están de más.
Es demasiado explícito durante el metraje anterior que la dominación de la Iglesia sobre la conducta humana y las libertades de expresión —más aún sobre mujeres creadoras— pesa como una losa. Redundar en discursos de fanática devoción mística al Dios cristiano de la época y en desagradables imploraciones y rezos son un puñetero engorro que a más de uno le provocará un buen bostezo.
Dumont es denso, profuso y si se pone, soporífero. Ya no es necesario remarcar, evidentemente, que esta película no agradará a todos y que además, tendrá más de un detractor.
Es muy digno el estudio del carácter psicológico del personaje protagonista. Pero la lectura social hecha de la época, simplemente es redundante. El personaje ya lo expresa.
También muy loable la aproximación a la creatividad frustrada de una feminista, pero incomprensiblemente, Dumont liquida su prolífica vida de 30 años encerrada a los tres días durante los cuales espera a su hermano.
Es, además, una película glacial. Con una rigidez escénica llamativa —la mayoría de sus planos están rodados en el mismo corredor del claustro—. No hay banda sonora y eso sí le suma enteros. Es el viento mistral el que sopla violentamente y acompaña toda la proyección.
A golpes secos las piedras de los caminos inertes por donde deambulan estas locas tienen mucho más derecho a decir y a ser escuchadas que la pobre Camille Claudel.