El 13 de mayo de 2014 el cuerpo sin vida de la fotoperiodista francesa Camille Lepage fue hallado en la parte trasera de un camión por tropas de pacificación francesas destinadas en la República Centroafricana. El país —uno de los más pobres del mundo pese a su abundancia de recursos— estaba entonces y sigue inmerso en nuestros días en una guerra civil que comenzó en 2012 entre las propias fuerzas del gobierno apoyadas por distintas coaliciones internacionales y dos grupos rebeldes: los ex seleka y los anti-balaka. El largometraje Camille (Boris Lojkine, 2019) arranca con una imagen que destruye por completo las expectativas de una narrativa típica de “salvadora blanca” en el relato pese a las apariencias. Se revelan bajo una manta las piernas de multitud de cadáveres entre los que se encuentran las de la protagonista, con sus uñas pintadas. Una de entre tantas otras víctimas anónimas de una guerra con connotaciones religiosas y culturales profundas que dividen el territorio y la población entre la mayoría cristiana y una minoría musulmana. A partir de aquí en retrospectiva se muestra el interés, devenido en obsesión, de la joven de 26 años por registrar y comunicar al mundo lo que ocurre en la región mientras su implicación personal aumenta, perdiendo cualquier perspectiva puramente profesional.
Esta evolución se conjuga junto a su desarrollo como fotógrafa y los mayores riesgos que asume según avanza hasta su conocido y trágico final, con un montaje que integra las fotografías que realizó y daban testimonio de lo que sucedía durante su estancia allí. Se produce así una retroalimentación entre la realidad y las escenas que captura la mirada de Lojkine en la ficcionalización de las experiencias de la periodista grabadas con una temblorosa cámara en constante tensión —muy cercano a una estética documental, que transmite una inmediatez en sus planos que es consistente con la introducción de metraje de archivo proveniente de reportajes de televisión de la época—.El director se preocupa por mostrar con insistencia en plano medio las reacciones de la actriz que la encarna (Nina Meurisse), cuya interpretación transmite una fortaleza de carácter que no elude la existencia de una sensibilidad evidente. Como espectadores entendemos en todo momento el compromiso de Camille por dejar constancia de lo que pasa a su alrededor a través de su encuadre, pero sin perder el vínculo con la humanidad, transgrediendo la artificiosa barrera del objetivo fotográfico como necesidad para soportar toda la violencia y el sinsentido que observa. Su anhelo de conexión humana la hace sabedora de la la distancia insalvable como europea con los ciudadanos centroafricanos. Una relación fuertemente mediatizada por el pasado (muy presente) colonial francés.
A pesar de un inicio algo titubeante, el discurso del film cuestiona sistemáticamente la presencia de su protagonista y sus fines, el valor periodístico de lo que envían a los medios quienes están allí destinados o la posibilidad de que su trabajo influya negativamente en los acontecimientos provocando una escalada en los actos que registran… incluso la misma validez de la recreación de sus crudas imágenes en la película. Tampoco son tímidas las críticas a la dictadura de los ciclos informativos y la capitalización de los grandes conglomerados de estos conflictos como mero contenido para vender publicidad y captar suscripciones, para llamar la atención de su audiencia según las tendencias, sin un auténtico compromiso por visibilizar la barbarie y el sufrimiento de cientos de miles de personas que ocurre a cada minuto en multitud de partes del mundo.
Una crítica que extiende a los compañeros con los que comparte muchos momentos —y que también utiliza para señalar individualmente a cada uno de nosotros como miembros de la sociedad occidental en su breve regreso a Francia— y la supuesta distancia emocional requerida para poder pasar página y seguir con su vida sin conectar con los hechos, con un punto de vista falto de empatía disfrazado de profesionalidad que les permite sobrevivir cubriendo lo que en cada momento requiere el pagador de turno. Camille aúna elementos biográficos y contextualización política, la dimensión social del conflicto y el desafío de la naturaleza de las imágenes y la información que consumimos en una cinta que transita en un delicado equilibrio en la frontera entre el docudrama y el cine de denuncia, sin miedo a la implicación emocional pero respetando enormemente el tratamiento de la violencia y la referencia al mundo real que contienen sus personajes y localizaciones. Se percibe consciente de que la historia que la origina no existiría si su personaje central no fuera una periodista blanca en mitad de un conflicto de un remoto país en un continente de cuyos problemas nos desentendemos cambiando de canal o haciendo clic en el último cebo que encontremos por titular sobre una nueva tragedia demasiado lejana (eso creemos) para afectarnos directamente.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.