Camboya, 1978 (Rithy Panh)

La representación de la oscuridad

Camboya, 1978 está atravesada de principio a fin por una contradicción que no deja al descubierto sino el vacío sobre el que sus planos hacen ejercicios de funambulismo casi imposibles para evitar hundirse en la oscuridad de la muerte que late bajo la estructura de silencios impuestos y ocultamientos que sostiene el suelo por el que caminan, perdidos, los protagonistas. Los grandes planos generales que aúnan el cielo y el suelo ofreciendo una instantánea completa del paisaje, constituyen el eje sobre el que orbitan el resto de decisiones de puesta en escena de la cinta; la paradoja surge, precisamente, porque, pese a la amplitud visual que la cámara del cineasta le concede al ojo del espectador, pese a que los espacios siempre funcionan dentro de la composición como fotografías estáticas cargadas de aire cuyas paredes naturales proyectan una simulación de transparencia liberadora, el trío de personajes principales no llega nunca a saber en qué parte de Camboya se encuentra, lo que provoca que la atmósfera fílmica vire de la proyección de frescura inicial a una pesada sensación de asfixia que se irá tensando a medida que vaya avanzando el metraje. Los planos no pueden ser más grandes, ni abarcar más extensión de terreno ni más cuerpos, y, sin embargo, no consiguen encerrar dentro de sus límites lo más importante.

Si la secuencia inicial está cincelada sobre la luz suave del día es, precisamente, para que cuando comiencen a surgir los primeros ecos de la brutal represión cometida por Pol Pot, el contraste entre la claridad limpia de su superficie y la crueldad ilógica que esta esconde esté muy marcado. Es ese constante choque visual, esa fricción dialéctica entre las imágenes dentro de las que se mueven con desesperación y desconcierto los protagonistas y los elementos que permanecen enmudecidos por el fuera de campo, el que marca la dinámica estética de la película. La ética va por otro lado: las intenciones de Rithy Panh permanecen opacadas por la monotonía que ahoga cada secuencia a partir del momento concreto en el que la idea germinal que ordena cada imagen se convierte en un esquema visual totalitario que devora casi todo lo que hay a su alrededor, que encorseta las escenas y a los personajes, dejando muy poco espacio para que la película pueda desarrollar un discurso que exponga algo más allá de lo evidente, de lo que ya se sabe.

El director dedica todos sus esfuerzos en narrar el descubrimiento que hacen los protagonistas —periodistas extranjeros— de las torturas, asesinatos y delitos de lesa humanidad cometidos por el régimen de los Jemeres rojos; es decir, se dedica a enunciar lo ya conocido, las atrocidades perpetradas por el régimen de Pol Pot, sin ir más allá de su exposición superficial. Posiblemente, el vértice más interesante sobre el que Panh podía haber colocado su cámara era el que albergaba un profundo cuestionamiento sobre las formas en que se puede representar unos hechos inenarrables —lo acontecido en los campos de la muerte— de los que, además, no hay casi documentos visuales, más allá de los breves fragmentos sembrados a lo largo del metraje. Cómo se puede, entonces, articular una reflexión profunda sobre el horror a través de la ficción; cómo se puede arrojar luz sobre unos acontecimientos que sucedieron en la oscuridad y que, debido a la ausencia de imágenes documentales, permanecen ocultos dentro de cierta oscuridad. El cineasta nunca llega a meditar ni a responder a estas preguntas. El recorrido que llevan a cabo los protagonistas hasta dicha oscuridad y sus esfuerzos por capturarla podría haber ejercido de columna vertebral de un relato reflexivo muy interesante. Camboya, 1978, sin embargo, se estanca debido a la repetición mecánica que hace de un mismo gesto —la esquematización de la puesta en escena descrita arriba— y sólo en momentos aislados llega a aprovechar algo de su potencial.

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