Después de varios años de guerra contra España, tras ser llorados tantos miles de muertos, el futuro se presenta catastrófico incluso para los monarcas. El regente Felipe II de Orleans acuerda con Felipe V una paz en forma de matrimonios. Los de sus hijos adolescentes Luis I con Luisa Isabel de Orleans, en España. Al mismo tiempo que en el país galo crece un Luis XV tutelado, que aprenderá cómo enlazarse con la infanta María Victoria, de apenas cuatro años. En una época tan incierta la mayor certeza es que lo que no puedan resolver las personas adultas con el diálogo, sin enfrentamientos, tal vez lo puedan arreglar los menores de edad. Terminan los juegos, empiezan los deberes.
La trayectoria profesional de Marc Dugain está unida a una docena de libros publicados en Francia, incluso algunos han sido llevados a la gran pantalla como es el caso de El pabellón de los oficiales. Su carrera como director abarca dos largos en cine y un par de películas para televisión, producciones que suelen estar tanto centradas en épocas pretéritas, como basadas en adaptaciones de sus novelas o en guiones propios. La diferencia es que Cambio de reinas parte del texto escrito por Chantal Thomas que también es coguionista aquí con el realizador. En el largo describen la Historia con mayúsculas a partir de unos hechos relevantes pero no determinantes para la cronología de ambas naciones europeas. Ese pacto entre reyes cansados de contiendas feroces parece ser más unas anotaciones al margen o a pie de página. Por lo cual, en esos dos años que duran las mudanzas reales, es cuando sucede la historia que desarrolla el film.
Apoyados en la novela de Chantal, Intercambio de princesas, ese título original que menciona el meollo argumental, en lugar del tramposo enunciado que alude a un movimiento inexistente del ajedrez. Desde las páginas de la obra literaria se halla este sinsentido monárquico en unos tiempos decadentes, tras una guerra prolongada entre Francia y España, una era en las postrimerías bélicas, época que clamaba por buscar soluciones para mantener las ruinas imperiales. La película no plantea una trama de suspense ni giros sorprendentes que desbaraten el curso de los acontecimientos históricos, sino que sigue a los cuatro jóvenes protagonistas en un mundo sin ejemplos de madurez a los que imitar. Porque Cambio de reinas no presenta personajes responsables, sino a estrategas que quieren medrar en la dinastía como el regente Felipe de Orleans. Frente a un rey Felipe V, ansioso por abdicar en su hijo, con el fin de detener guerras inminentes o dejarlas a cargo de su vástago. En otro estado vital, tanto Isabel Farnesio como el Duque de Condé intrigan -cada cual a su modo- sujetos dispuestoa a lograr intereses personales en una red de turbias estrategias. Coronando el puñado de personajes que acompañan a las niñas e infantes, destacan la anciana y bondadosa Princesa Isabel Carlota del Palatinado, junto Madame de Ventadour —aya primero del pequeño Luis XV, después de su prometida María Victoria—. Ellas son dos mujeres que parecen hadas madrinas entre tantos adversarios políticos. Son dos islas de paz que otorgan ese carácter infantil desterrado a sus protegidos, para mantenerlos a salvo de precocidades infames antes de tiempo.
La textura visual del film se sustenta por la paleta de pintores del siglo XVIII, una pinacoteca que sirve al director de fotografía junto a los departamentos de dirección artística, vestuario y maquillaje para completar los encuadres simétricos sin artificio, equilibrados en la naturalidad de las composiciones, por los movimientos de los actores y la situación de los elementos dentro del plano. Reflejados por un ambiente iluminado con fuentes de luz bien justificadas. Puede que la vocación ilustrativa de Marc Dugain no deje ver a los espectadores o a otros analistas las virtudes poéticas que apuntan escenas como la del encuentro en el bosque de una cortesana con Luisa Isabel mientras sale a orinar en un descanso del viaje, un momento que no precisa justificaciones posteriores pero permanece como un rasgo identificativo de la joven. También resuenan los ecos de la infancia perdida en un plano general del columpio abandonado, en el que se balanceaba al principio la graciosa infanta María Victoria. Destacan los arrebatados monólogos del atormentado Felipe V. Esas y otras secuencias dan vuelo a un matiz evocador que fortalece la mirada del cineasta por encima de la simple ilustración como narrador, amplificado por esa manera de rodar un drama de época con la convicción de mostrar unas escenas creíbles, sin engolamiento, tampoco impostura, ni artificialidad; solo con la teatralidad somatizada por la buena literatura de unos diálogos muy elaborados hasta la síntesis del recitado natural por parte de los actores. Una clase de Historia que se disfruta como un cuento sin moraleja, pero con resonancias contemporáneas en el paso de la niñez al mundo adulto.