Calvary es la segunda intervención del siempre seguro y correcto Brendan Gleeson en un proyecto de John Michael McDonagh. Si la primera la encontramos en la película El irlandés, un thriller negro lleno de surrealismo, en esta ocasión los tintes son muy diferentes, pues Calvary es un drama hecho obra de arte. El director McDonagh utiliza pinceles de punta fina para crear una historia crudamente bella y atrayente desde el momento en que se nos expone el argumento en la primera escena.
Observamos a Gleeson interpretando al padre James, conocedor de los secretos menos confesables de sus vecinos, en la oscuridad de su confesionario. Lo que para él será otro momento más de redención de los pecados ajenos, se convertirá en su sentencia de muerte: una voz le sorprende con el trágico testimonio sobre una persona que sufrió abusos sexuales de niño a manos de un cura, el cual se encuentra bajo tierra, por lo que alguien debe pagar por ello. Informándole del lugar y de la cita que se producirá en domingo (¿quién dijo que en el día del Señor se descansaba?), el feligrés confiesa el crimen que cometerá en la persona del padre James. De este modo y sólo con las premisas expuestas comienza el calvario de un hombre de fe al que únicamente le queda la entereza de afrontar su destino, no sin antes intentar descubrir al dueño de aquella voz entre los habitantes del poblado en el que habita. La investigación llevada a cabo nos permite conocer a personas excéntricas con una personalidad muy marcada, cuya bondad se encuentra en entredicho, las cuales parecen sacadas del clásico Cluedo, aquel juego de mesa que nos estrujaba la sesera a la hora de encontrar al asesino.
Así es como nuestro sacerdote se encontrará hasta la llegada de su hija, interpretada por Kelly Reilly (Eden Lake), una joven suicida que aportará luz y color a la pantalla (cabe destacar la sensación de amplitud y liberación que proporciona en el espectador la aparición en escena de la actriz). Parte del guión se centra en las conversaciones divertidas y afectuosas entre padre e hija, al igual que nos sobrecarga con diálogos extensos entre personajes con el único propósito de alargar un poco más la duración de la cinta. No obstante, se antoja pretencioso el pensar que algún elemento de la película pueda resultar superfluo, pues cada conversación, cada acto, cada instante provoca en el protagonista un duelo religioso y personal que, sin embargo, afronta con misericordia y sin súplica alguna.
El aspecto técnico más significativo y destacable es la fotografía, cuya modelo es la Irlanda más bella y natural, dejando claro que es el escenario perfecto en la relación entre el cine y el concepto de lo sublime. Los paisajes extensos y la inmensidad del mar en este punto geográfico nos hace pequeños en la butaca y nos sitúa en la insignificancia del trágico suceso en un mundo infinito. A su vez, esta sensación que el cine nos aporta cada vez con más acierto viene de la mano de una banda sonora repleta de música coral a cargo del también irlandés Patrick Cassidy, al cual ya pudimos disfrutar en la apertura de El árbol de la vida de Terrence Malick con su ‘Funeral March’.
Amplitud, grandeza e infinidad que se cierran con el sorprendente desenlace de Calvary, no tanto por el descubrimiento del confeso, sino por el cuidado trabajo realizado en la escena final, confinando una película que merece ser vista.