Mujeres, voluptuosidad sexual y subversiva experimentación creativa
Cuando un discurso artístico es tan intensamente militante de todos los paradigmas conceptuales con lo que he decidido subtitular esta aproximación a la última película de la directora argentina Albertina Carri, que participó en la competición Big Screen del Festival de Cine de Róterdam, los grandes titulares resultan casi inevitables. La trayectoria de Carri no deja lugar a las dudas sobre cuáles son sus impenitentes intereses, con alguna desviación que se definiría principalmente por la diversidad de géneros —de hecho, su versatilidad en este apartado está incuestionablemente acreditada—.
Ha indagado en el pasado socio-político más oscuro de la Argentina desde una aproximación tan íntima e involucrada como la desaparición de sus padres durante al dictadura (Los rubios), o ha tratado las tensiones desatadas por las pasiones amorosas en el ámbito rural desde el melodrama (La furia), pero muy especialmente se ha volcado en mostrar un universo ‹queer› específicamente femenino desplegado en toda su energía voluptuosa, su aventura vital y su radical impronta creativa. Desde aquel excelente cortometraje Aurora, una comedia relatada a través de fotos fijas y voz confesional sobre el enamoramiento de su protagonista con una bonita quesera, hasta la muy comprometida reflexión socio-política por medio de la exhibición de determinadas prácticas sexuales socialmente reprobables en Pets, o el análisis identitario en torno a la autenticidad de Fama, Carri desea introducir todo un acervo existencial todavía insuficientemente explorado, unas vivencias que son suyas y de sus leales compañeras de fatigas vitales y cinematográficas —no en vano veremos que la mayoría de su actrices de Las hijas del fuego vuelven a acompañarla en esta nueva correría (Carolina Alamino, Rocío Zuviría, Maru Marcet, Mijal Katzowicz)—.
Es esta una supuesta continuación de aquel viaje liberador, una secuela singular, un reverso calmado, lúgubre, o tal vez frustrado y decepcionadamente realista, a partir de aquella explosión lúdica y libidinosa que no admitía límites de ninguna índole —muy especialmente temporales, recordemos que debe ser aproximadamente la mitad del metraje el que Carri dedica a la filmación del ejercicio apasionado del placer sexual entre estas mujeres—, y que culminaba en una orgía y en esa masturbación final absolutamente prodigiosa en su veracidad, naturalidad y subversiva provocación.
En esta ocasión renuncia Carri a la inmersiva y potente voz superpuesta de su anterior propuesta, ‹en pos› de una coralidad vocal que paradójicamente resulta en una atmósfera más pesimista, desencantada, derrotada en su ensoñación libertaria. De hecho, comienza la narración con una crisis, una frase se repite con insistencia, «Más flores». Y paulatinamente nos damos cuenta de que estamos en un set de rodaje de una película pornográfica demasiado convencional, encorsetada en las corrientes mayoritarias, que no satisface a su directora Violeta. El abandono disruptivo vuelve a llevarlas a la carretera, y las enrola en una ‹road movie› sensiblemente más amarga y decadente. Mientras en el pasado fueron a la busca de El Dorado, van ahora hacia la oscuridad septentrional y selvática del Brasil. Y en su deambular angustioso se sumergen en unas cuantas ocasiones en el género fantástico, con recursos sutiles pero eficientes, ensamblados mediante un acompañamiento musical poderoso de tintes fantasmagóricos y misteriosos.
No renuncia la cineasta a sus digresiones de exultante celebración sexual, que se desarrollan en la pantalla desde un primer trío familiar todavía en Buenos Aires, hasta la incorporación de determinadas mujeres que se van encontrando en el camino —como una mecánica salvadora y su pareja, al son de La espera de Paloma Peñarubia—. Pero hacia la mitad del metraje, ocurre una segunda disrupción, que comienza en esa casa prestada, donde los altares religiosos, las vírgenes y los crucifijos se revelan en simbólicos predecesores de un ente hostil y amenazador, y continúa en la huida a la selva nocturna donde poder protegerse, en el peligro mortal de la mordedura de una alimaña que casi le cuesta la vida a Agus, o en el rescate final en helicóptero hacia la ciudad y hasta la agente brasileña que le propone a Violeta un nuevo trabajo, un documental sobre la aporofobia.
Pero durante la angustiante espera, la emergente directora consiguió una pequeña cámara de la asistente de una estación de servicio. Y a través de ese objetivo puro y desprejuiciado es capaz de captar al fin, por unos instantes, toda la magia de mundo, con el que Carri parece buscar el mismo refugio creativo que ansía su protagonista cada vez que mira en la pantalla de su teléfono móvil unas remotas filmaciones del mar. Aunque efectivamente es un cobijo fugaz. Porque tras un trance onírico, en la resaca de una bacanal sexual durante la cual el sonido de las hélices del aparato no cesa, parece que la amenaza anunciada se materializa entre estas mujeres en la forma de otra mujer, vampírica, de largos cabellos plateados, vestida de blanco, rebosante de sabiduría y dolor. Las extranjeras la acompañan hechizadas por las calles miserables, entre la marginalidad y el ajetreo urbano, mientras filosofa sobre cuestiones tan dispares como la Iglesia católica, Mary Shelley o aquellas deseadas flores iniciales. La siguen hasta la selva, hasta un lugar y unas experiencias convulsas que hay que visionar sin mayores indicaciones, para terminar todas juntas, unidas, en unas rocas frente al océano.
Resulta así inevitable la apreciación de todo un proceso de transformación vital como consecuencia del peregrinaje cinematográfico desplegado sin concesiones por la directora argentina. Pero no es menos cierto que sus asideros teóricos e interseccionales se presentan tan cerrados sobre sí mismos y su universo personal, que el desconcierto sin duda autoconsciente y meritorio puede desembocar en la incomprensión para la audiencia. En todo caso, nadie le puede negar la fidelidad a sí misma.

«El Cine es más hermoso que la vida.»