Se podría decir que Café de Flore es un canto a la vida, por eso de jugar con la música y el amor como punto en común de dos mundos totalmente diferentes. Pero la vida es un constante fracaso, y es lo que más llama la atención de la película, que no consiga aterrizar en ningún momento para compartir lo que se respira en ella.
La ignorancia es lo más atrayente de la película, su comienzo, cuando nada parece conectar, sólo una larga secuencia de imágenes que despiertan a los personajes para presentárnoslos debidamente. El hombre que lo tiene todo y aún así duda de si existe la felicidad para él. El niño que nace sin suerte pero cuenta con alguien que lucha en la vida por él para así ser feliz. Nos enseñan sus apariencias, sus mundos, sus largos viajes… y todo se desvanece.
Trata una historia de mujeres que marcan a los hombres que creen de su propiedad por amarles tanto, hombres que utilizan la música de otros como una banda sonora que consumir hasta desgastar para darle sentido a sus pasos. Hombres que resultan seres inocentes, por motivos encontrados, y cuando intentan guiarse por sus sentimientos descubren las trabas del intenso amor vivido anteriormente. Suena elocuente, tal vez fascinante, pero sobrevive esta difícil historia en un continente desviado y eterno que no complace.
Es increíble la fuerza que irradia Vanessa Paradis como madre que tiene como único objetivo en la vida querer a su hijo y hacer su vida mejor que la de cualquier otro. Su rostro pasa con naturalidad de la lucha contra un mundo que no está preparado para ser amable con lo desconocido a la sonrisa perpetua que comparte con todo aquel que lo merece. Es la historia pasada, un Paris con tocadiscos y prisas, un «tú y yo solos contra el mundo» que raya el dramatismo y el dolor a cada momento, con toques de dulzura que nunca empalagan y un tono amarillento y otoñal.
También atrae Antoine (Kevin Parent), el de Montreal en la actualidad, el que goza del éxito de la vida con su equipo de DJ, sus montajes, su forma de vivir y sus despojos personales, siempre relacionados con el amor, siempre sufriendo por sentir, siempre culpando la falta de lealtad a lo que se creían almas gemelas inseparables, viviendo entre los sentimientos encontrados hacia dos mujeres. Un toque de color afrutado y veraniego.
Sin tanto ímpetu se podría disfrutar de esta parte, del mundo renovado que sigue las mismas pautas que el anterior, que se cruzan entre ellos con imágenes salteadas que trasladan al momento preciso para dar continuidad a ambos relatos. Pero los saltos congelan el tiempo, que se vuelve eterno, con demasiadas transiciones que intentan enlazar dos historias aparentemente tan dispersas pese a tratar un mismo tema.
Jean-Marc Vallée se recrea en la música, en la intencionalidad de esta, convirtiéndola en el protagonista más reseñable de la película, tal vez porque es cuando se permite alargar las escenas, darles un significado propio, conceder un guiño al sonido que se escurre entre los dedos para que en ese momento se incorpore y dirija la secuencia, un alto en el tiempo que sí se puede llegar a disfrutar, permitiendo reconocer cada canción con nombre propio y dejando a lo que parecían verdaderos protagonistas en meros usuarios de otras vías de comunicación. Cuando se deja llevar, gana.
Pero disfruta forzando las situaciones, sin remarcar atractivo por nada en concreto. El final convierte al film en un cuento de terror, lo que parodia la intención real de Café de Flore, desdibuja todo el trazo conseguido a medio fuego durante el metraje y disipa el poco interés que quedaba al querer forzar una unión completa entre ambas historias, quemándose totalmente el director con sus místicas intenciones.
Es lo que ocurre cuando rozas puntos brillantes en una película y el resto se convierte sin intención en relleno, cuando apuras los minutos para cerrar una unión que no parece necesaria, cuando caminas por el filo y te cortas. Se consigue que Café de Flore no encuentre un puente aéreo con el que viajar directamente hacia el público y se quede flotando en el aire sin saber muy bien donde va a caer.
Una película poderosa, impactante, sobre acogedora. Imágenes hipnóticas, bellas y una música sobresaliente (Sigur siempre Sigur). Actuaciones profundas y una historia que va de lo hermosa a lo brutal, que me ha impactado, me ha golpeado, como una trompada en la oscuridad. Talvez por que soy papá de un niño maravilloso con Sindrome de Down, talvez por que amo el buen cine.
Recomendadísima.
saludos.