Cadejo, en la cosmogonía mesoamericana, es un ser mitológico con forma de lobo, vive por la noche y se presenta en los lugares solitarios para raptar a los transeúntes de las sendas tropicales. En la península, en cambio, su significado remite a las palabras como maraña y confusión. Y de ambas, del encuentro del rapto con la maraña y de la noche con la confusión, la notoria cinta de Justin Lerner.
La película, Cadejo blanco, nos la relata la historia de Sara y la serpenteante búsqueda para encontrar a su hermana mayor desaparecida, quien mantenía, de forma indirecta y por costumbre, a través de un amorío, relación con las maras guatemaltecas. La película se desarrolla en forma de thriller, pero en su hondo anida, como una corriente subterránea, la denuncia social por un país que vive en una perenne hostilidad y, por encima de todo, somnolencia moral. No hay deontología posible en Puerto Barrios porque tampoco hay línea para conocer ni distinguir quien se encuentra en el lado pérfido de la historia, y la protagonista, al entrar en la mara con el firme propósito de encontrar a su hermana, es la primera que se da cuenta de ello. Los personajes, conscientes de su propio destino, el mismo que el de sus enemigos, transitan por la ciudad con el cometido que el patrón, periódicamente, les dicta. Sin embargo, a pesar del crepúsculo de lo humano, aún persiste entre ellos un hálito a comunidad y, por consiguiente, ternura.
Sara, según dicta la tradición del género, es presentada al principio como alguien con carácter sosegado y maneras educadas, pero que cuando resulta necesario muestra una férrea seguridad en sí misma, sin dudar por un momento de sus palabras o acciones. El punto álgido y de mayor interés, aparte de la historia de amor y, a su vez, de desamor, sin llegar a ser ni la una ni la otra, es la conversión de la protagonista una vez establecida dentro de la mara, porque en ella, poco a poco y sin ningún exceso que lo edulcore, encuentra un modo de vida que, por momentos, le satisface. El gusto por lo prohibitivo y el amor en tensión son dos objetos en los que se erige una nueva Sara, distinta pero no opuesta a la anterior, pero si más verdadera. Quizá porque afronta la vida de manera descarnada, adentrándose en su aspecto visceral y sombrío; el estigma y la libertad de Caín, como diría Hermann Hesse.
Justin Lerner se estableció en Guatemala a lo largo de unos años para conocer, tanto como le fuera posible, el lenguaje de las maras y de ahí, su preciso trabajo con hálito policiaco. La película, en lo que respeta a su artificio, consigue aquello que se propone. El ritmo, sin aprisionar al espectador y con intenciones comerciales, consigue atraparlo por una cadencia vibrante y ágil. Sin embargo, fundamentalmente y aparte de otros méritos, la cinta se sostiene sobre dos pilares.
El primero de ellos, el desarrollo de una espléndida y coherente fotografía a cargo de Roma Kasseroller. El tratamiento espacial de los fondos bajos y la condensación tribal con la música rítmica, que no melódica, de Jonatan Szer. Un trabajo sonoro que envuelve a la película en una constante regresión. El segundo y quizá el más visible, la sorprendente actuación de Karen Martínez. Como si se tratara de una película de Robert Bresson y la teoría del modelo se hubiera impuesto, al fin, la actriz se desarrolla de manera sobria e impertérrita ante sucesos de verdadero vértigo siendo la cámara o el fuera de campo, aquellos quien narran los estadios emocionales. Sin embargo, aunque pueda resultar una contrariedad, la austeridad de la intérprete consigue llegar con prominente cabal al espectador.