Ignoro hasta qué punto Buñuel en el laberinto de las tortugas se asemeja a la novela gráfica en que se basa. También se me escapa si los hechos expuestos son fieles a los que realmente acontecieron. Sin embargo, no se me escapa que el trabajo que nos ocupa conecta fantásticamente con la esencia de la película de cuyo rodaje quiere dar testimonio. De hecho, se da un interesante juego de espejos. A mediados de los años 30, Luis Buñuel se propuso retratar la miseria de la sociedad hurdeña a través de un documental dónde se permitía ciertas “licencias” (como los famosos casos de la cabra tiroteada o el burro untado en miel). Casi cien años después, Salvador Simó Busom recrea la producción de dicho título permitiéndose, igualmente, algunas licencias: mucha casualidad sería que el director de Los olvidados hubiera vivido en un lapso de tiempo tan corto tal viaje emocional hacia las puertas de su propia madurez. También es fácilmente deducible que la rotura y reconciliación amistosa de los dos protagonistas responda más a una concesión que a un retrato. Todo ello ayuda, no obstante, a dar cuerpo (e incluso credibilidad) a la apasionante aventura que fue el rodaje de Las hurdes, tierra sin pan. Igual que dicha película ayudó, con todas sus licencias, a dar visibilidad a una sociedad olvidada.
Me gustaría centrarme por un momento en el terreno de la estética. Ocurre algo curioso con las voces de los personajes. En un primer momento, su tono suena extraño. La pronunciación de Luis Buñuel y de su amigo Ramón Acín (a quienes doblan Jorge Usón y Fernando Ramos) parece discursiva. Tanto sus líneas de voz como su tipo de parlamento poseen alguna especie de rareza a la que no estamos acostumbrados. Sin embargo, poco a poco nos damos cuenta de nuestra equivocación. El problema no está en la falsedad de su pronuncia, sino en la inconsciente predisposición que tenemos los occidentales a oír conversaciones propias de la animación extranjera —especialmente (es obvio) la de Norte-América—. Y es precisamente su completa ruptura con dicho estilo la que inicialmente puede causar sorpresa. No obstante, su tono es en realidad igual de discursivo que el de cualquier película animada; pero con la particularidad de intentar acercarse al habla de nuestro país. Si me parece importante dedicar un párrafo a este aspecto es porque a él se debe, en gran parte, que Buñuel en el laberinto de las tortugas desprenda, sin ninguna vergüenza, una personalidad tan mediterránea. Algo que se agradece.
Además, todo ello ayuda, por otra parte, a que los personajes resulten creíbles. Porque tanto el protagonista como los secundarios actúan de forma natural. Además, todos ellos tienen objetivos humanos, convenientemente edulcorados por un supuesto amor hacia el arte… que, a su tiempo, se alterna con algunas dosis de “altruismo de marca”. En resumen, la pócima de ideales bohemios reconocible en la mayoría de sectores de “clase alta progresista”. Este es un detalle que la película no descuida: Buñuel y Acín no son dos héroes desinteresados. Su objetivo no se reduce a rescatar un pueblo hambriento. En realidad, lo que pretenden es, sencillamente, aprovechar una oportunidad: la de escandalizar lo suficiente como para recuperar todo el prestigio perdido. Es este tipo de honestidad la que hace de Buñuel en el laberinto de las tortugas una película francamente entrañable. Y es también esta sinceridad la que consigue hacer brotar la emoción en el tercer acto, cargando de profundidad este fantástico clásico del cine español que sirvió a Buñuel de pistoletazo de salida hacia una carrera cinematográfica de prestigio casi inigualable.