Broken Rage (Takeshi Kitano)

Un hombre de mirada serena pero gesto convencido entra en un bar, se sienta y, al ser interpelado por un recién llegado, le propina dos puñetazos dejándolo K.O. En efecto, ‘Beat’ Takeshi ha vuelto (si es que algún día se fue), aunque nunca haya sido el mismo, pues el nipón ha transitado diversos estados a lo largo de su ya de por sí dilatada carrera, del ‹yakuza› desencantado de mirada melancólica al del tipo que se hartó de la ‹Yakuza› y quiso dejar de serlo, pasando por el artista que exploraba los límites del lenguaje en busca de nuevos horizontes. Pero, al fin y al cabo, Kitano nunca ha podido despojarse por completo de esa etiqueta, de esa piel ‹yakuza› inseparable que le ha acompañado incluso en momentos de desbarre puntual, cuando el absurdo lo teñía todo y el artista parecía apoderarse del arte, o algo así. Es por ello que, por más que asociemos al autor de obras como Hana-Bi: Flores de fuego o Outrage a esa serie de clanes que lo tienen todo bajo control, resulta inevitable pensar en la otra figura, la del mencionado artista que explora, cuestiona, subvierte y nos interpela acerca de su papel en sí (y del género que transita). O, cuanto menos, lanza una reflexión personal que nos lleva a la propia.

Es por dicho motivo que resulta imposible ver Broken Rage simplemente como un nuevo episodio en la carrera de Kitano, puesto que paso a paso dicha obra se conforma en base a un todo cuyo sentido cohesiona cada aportación con una envergadura digna de elogio. Pongamos, por ejemplo, ese lenguaje parco que emplea el cineasta en este último largometraje; un lenguaje habitualmente anexionado a esos personajes a los que ha dado vida durante años, que no obstante ahora reverbera sobre la puesta en escena: cada nueva secuencia se reduce a la mínima expresión, parece que nada importe, despojándolas de todo peso dramático e incluso de cualquier atisbo de tensión, y mecanizando por ende cada gesto, como si este ya no tuviera relevancia por sí mismo, como si lo narrativo no fuera más que un eje desde el que despersonalizar cualquier acción. Un modo, en definitiva, de deconstruir el género, de desnaturalizarlo y huir de su esencia. Quizá porque Kitano lleva tiempo sin querer ser Kitano (el que todos le atribuían), o porque en su naturaleza está seguir jugando con los códigos y tropos hasta aderezar una singular (pero reflexiva) nada.

Broken Rage transcurre así en su primer segmento a través de una narración premeditadamente plana, que conecta escenas entre sí, entrelaza esos lugares comunes tan habituales del género (el restaurante y la sauna donde el personaje al que interpreta Kitano lleva a cabo dos de sus encargos), y lo deja (casi) todo en manos de las andanzas de ese asesino implacable y eficaz: un tipo que se siente infalible y actúa como tal haciendo avanzar la trama a través de estímulos tan mecánicos como sacar una pistola y cargarse a quien sea menester, todo bordeado por ese sentido del humor que, de tan suyo, en ocasiones no lo parece, pero que arroja una suerte de autoconciencia sin que esta llegue a serlo. Porque podemos constatar algo una vez más: puede que el cineasta nipón haya quedado embelesado por lo meta, pero a fin de cuentas para él no es más que un vehículo antes que un modo de conectar con el espectador. Un hecho concretado por cada ruptura, más excesiva aún que la anterior, y matizado por un absurdo que no rinde cuentas a nadie ni busca contentar al público.

Todo esto se estipula en una segunda mitad donde Kitano reproduce el relato inicial modelado en esta ocasión por un individuo tan torpe y desgraciado cuya supervivencia sorprende en esos universos inclementes. Esto, claro está, no deja de ser un objeto desde el que dilucidar un humor surreal y disparatado sobre el que seguir concretando una naturaleza cinematográfica cada vez más desconcertante, pero no carente de significado, y es que el realizador no da puntada sin hilo. Para muestra, esos mensajes ya cerca del último tercio del film, donde se ríe a conciencia de los parámetros y consignas que atañen a una industria interesada en vender, al servicio de cualquiera. Es, por ello, quizá un gesto (aún más) autoconsciente que Kitano haya pergeñado su nuevo trabajo en el seno de una multinacional (si bien en su vertiente nipona), encontrando en dicho conglomerado los motivos desde los que armarse de (sin)razón y seguir disparando a quien precise, aunque sea todo bajo la capa del (aparente) dislate.

Con Broken Rage, en definitiva, uno ya no sabe si Kitano continúa haciendo cine para él, para sentarse a leer aquello que crítica y público extrae de sus obras, por pura diversión, o por todo lo anterior en conjunto. Pero la cuestión es que sigue siendo un auténtico placer encontrarse a ese viejo ‹yakuza› de extravagantes andares, ya sea arma en mano o luciendo una máscara que ponga en el disparadero su descabellado arsenal; más, todavía, poder trazar unas líneas sobre una obra tan libérrima y personal. Aunque probablemente sean fruto de la pasión y la devoción en torno a un cineasta inconmensurable y, a fin de cuentas, su significado apenas revista una epidérmica capa de todo lo que habría que rasgar. Y es ahí donde, probablemente, reside el gran valor del cine de su autor, en que por palabras que encontremos que crean que lo describen, no hay nada como acercarse a él y dejarse llevar, ni que sea por un despropósito que bien puede hacerle arquear a uno la ceja o reír a carcajadas ante la enésima ocurrencia del nipón, pero que ante todo consolida una naturaleza bufa que no podría describir mejor la deformación de una realidad que Kitano ha sabido comprender y reformular a su antojo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *