Zoe R. Cassavetes, hija de ese albatros del cine que dio forma a la libertad y la improvisación, llamado a su vez John Cassavetes, sabe lo suficiente de vidas giradas, y da rienda suelta a la cotidianidad filmada a pulso para rociar inglés con acentos chapurreados y algo de inexistencia de amor propio a la hora de rodar Broken English (2006).
Con esta película surgió la gran duda que a todos debe inquietar de vez en cuando se postran frente a la pantalla. Es ese momento en que una actriz tiene que interpretar a una mujer maravillosa, ocurrente, que atrae por su naturalidad, una de esas personas que enamoran a cualquiera con sólo pestañear, respira efluvios de personalidad atrayente sin control alguno y magnifica su presencia como insólita aún desconociendo su efecto en otros. Porque la espontaneidad nace en el individuo, vale, pero… ¿cómo se interpreta?
Parker Posey ilumina la escena, y parece una cualidad propia, pero aquí no se intenta enamorar a viandantes, no es momento de ser la preciosa chica que huele a cítricos y conquista guerras perdidas sin ser consciente de su imperfecta seducción hormonal, la pequeña Cassavetes se ha esforzado en redundar todos los errores de manual en las relaciones personales con un estilo propio. Dentro de la tópica conexión entre amor y error existen modos livianos de reproducir una historia de acercamientos intercontinentales. Zoe cuadricula la vida de la protagonista, marca a fuego los límites en los que moverse y genera la necesidad de salir de ellos, el resto es problema del personaje.
Tiene la facilidad de resumirlo todo en los créditos iniciales, de los que debo decir que me resultaron unos minutos únicos, esos que consiguen que desees más de lo que esperas. Hay una mujer que con su alargada treintena intenta vestirse para una fiesta. Algo sencillo que intimida, ya que si tan preciado es el instante en que una mujer se despoja de toda su ropa hasta la completa desnudez en el cine, la acción contraria, recomponer su imagen, puede dotar de la vulnerabilidad humana a un cuerpo que introduce nuevas capas, fachadas completas a una estructura sencilla. El escondite perfecto. La creación de Nora llega a su fin y comienza la intromisión en su vida. Tan fácil como un trabajo en la sombra dentro de un hotel la imposibilidad de encontrar el hombre perfecto cuando es una de tus pocas metas a cumplir. Una historia más, como decía, si no fuera por la sonrisa, siempre atravesada por una mueca nerviosa, de una de esas promesas del indie americano de mediados de los 90′. Zoe Cassavetes también ayuda a explotar las visiones abiertas de la desidia y el descontrol personal de una nueva incrédula con su logrado trabajo afable, íntimo y superpuesto.
Rompe con la convencionalidad cuando atrasa la presencia de príncipes azules, en este caso un francés (Melvil Poupaud) que en contra de los miedos de la mujer, representa toda la libertad que ella se niega a sí misma. Unos miedos con presencia absoluta, que van más allá de típicas dudas convirtiéndolas en pánico escénico. Situaciones incómodas que no provocan risa, y momentos dramáticos que no arrancan lágrimas forzosas, una película que decide ser lo que representa, una ventana abierta a alas relaciones de otros donde si todo debe salir mal es porque así ocurre comúnmente, no por forzar la imbecilidad que tan bien nos caracteriza en ocasiones a las mujeres ante la absorbencia de las dudas.
Todo se destina hacia un dialecto femenino regado con largos tragos en copas de vino y tranquilizantes escondidos en el baño que lideran un despertar tardío propiciado por uno de esos intrusos que viven de otro modo, con la plena disposición de saludar e irse, para dar un tiempo a meditar. Si bien parece que algunos puntos dan frío y que en cierto momento de la película es más cercana al diario de una chiflada a la que se le pasa el arroz con la sombra constante de alguien dispuesto a recordárselo, da tiempo a pensar qué sería del cine independiente sin esas charlas insulsas que despiertan nuestra curiosidad, porque la incomunicación entre idiomas es una simple farsa.