Echo mucho de menos ese cine de terror desenfadado, simpático, surrealista y con ciertos ingredientes de sátira social producido en los años ochenta. Creo que el cine de terror actual adolece de ese sentido del humor cínico carente de esas pretensiones filosóficas de autor que parecen articular las cintas de horror contemporáneo, quizás porque estos oscuros e infelices tiempos actuales no son propicios para la comedia y la ironía. En los felices ochenta gente como Brian Yuzna, Stuart Gordon, Steve Miner o la pareja Michael Herz/Lloyd Kaufman, irradiaban en sus películas a partes iguales vísceras, carcajadas y gotas de sangre para goce y deleite de esos adolescentes de los noventa que ansiábamos devorar los incipientes clásicos producidos en la década precedente hechizados por los divertidos y apasionados comentarios que nuestros mayores vertían sobre estas estupendas obras de la cultura de la diversión. Dentro de estos autores del cine de lo grotesco, sin duda el de Frank Henenlotter es un nombre clave para entender las indelebles afecciones que dicho cine inspiró en toda una generación de aficionados al séptimo arte de culto. Quizás menos conocido que los autores anteriormente mencionados, Henenlotter es indudablemente un maestro del exploitation sanguinolento, conocido fundamentalmente por su chocante y extravagante trilogía Basket Case. En la línea de ésta se sitúa una película totalmente loca, casposa, desenvuelta y estupenda que me ha cautivado por completo gracias a sus imperfecciones y enloquecido guión, la cual no es otra que la obra objeto de esta reseña: Brain Damage.
El argumento del film es absolutamente una excusa que permite a Henenlotter desplegar todas sus desbocadas y psicotrónicas obsesiones y filias dirigidas a propiciar un osado entretenimiento orientado principalmente hacia el público adolescente. Así la cinta narra la historia de un timorato joven que vive junto a su hermano en un descuidado edificio de apartamentos. Sin embargo, un día la tranquila y aburrida vida del joven se verá desgarrada con la llegada de un extraño y viscoso ser que se escapa de la inquisitoria vigilancia del desquiciado matrimonio de ancianos vecinos de la pareja de hermanos. Esta inquietante criatura cuya apariencia se asemeja a la de una sanguijuela gigante, tomará posesión de la aquiescencia del casto joven a través de la inyección en su cerebro de una sustancia azul que provocará un cambio total en la personalidad del mismo, de modo que su timorata existencia tornará en un auténtico desvarío motivado por el trance psicotrónico que la inyección de dicha sustancia provoca a su receptor. Sin embargo, esta experiencia sensorial no le saldrá gratis al joven, ya que el extraterrestre solicitará como contrapartida al bisoño adolescente una misión arriesgada: salir todas las noches en busca de víctimas desvalidas cuyos cerebros servirán de alimento al vampírico ser destructor de conciencias.
Del trazo argumental descrito se desprende que Henenlotter esbozó, a través de una trama que empleaba los paradigmas del cine de vampiros clásico mezclados con la scifi de extraterrestres cincuentera, una divertida sátira acerca de los efectos destructores que las drogas de diseño estaban causando a la juventud de los ochenta. Así la cinta ostenta en la mayor parte de su paupérrimo metraje un carácter ciertamente desenfadado y atrevido relajando la tensión de las escenas más escabrosas y vomitivas con un sano e hilarante sentido del humor (imposible no recordar la escena de la felación en la que el bicho protagonista hará las veces de un erecto falo que se introduce en la boca de una promiscua joven con el fin de absorber su cerebro).
Uno de los puntos más desternillantes del film es sin duda el diseño de la criatura protagonista, una especie de hez de mierda recién salida del culo de un camello traficante de drogas tras una noche de juerga y desenfreno lisérgico. Henenlotter y su equipo no esconden lo cutre del diseño de la misma, siendo este punto ciertamente fascinante, puesto que a pesar del aspecto caricaturesco alejado de todo símbolo característico del cine de terror, la criatura llega a inquietar en algunas fases del film gracias a la sensación de putrefacción que desprenden sus lascivos movimientos devoradores de cerebro. Además este pobre diseño ayuda a empapar al extraterrestre con un disfraz repleto de cinismo y humor grueso que ayudará a desprender más de una hilarante carcajada ante situaciones ciertamente tenebrosas. En este sentido, resulta muy clara la influencia de Brain damage en el cine de aquel principiante Peter Jackson que maravilló a los fanáticos del fantástico gracias a dos auténticas joyas de la extravagancia supina como fueron Bad Taste y Braindead, cintas que comparten con la protagonista de esta reseña ese regusto basado en impactar al espectador a través del empleo de vísceras y humor negro.
Y es que Brain Damage es sin duda un perfecto ejemplo de ese cine fresco, despreocupado y libre que caracterizó al cine gore para adolescentes de los ochenta. Ese cine en el que la técnica cinematográfica o el propio montaje y maquillaje eran temas que resbalaban a sus creadores, admitiendo éstos por tanto auténticos desvaríos narrativos amparados en la desconexión argumental, siendo el látex y los efectos especiales de carácter eminentemente artesanal alejados pues de todo símbolo cibernético que evita la conexión realista con el espectador, las principales señas de identidad de la cinta. Por tanto, quien busque un tipo de cine orientado en el deleite producido por la perfección conceptual de la artesanía cinematográfica o una historia perfectamente trenzada para dar un sentido metafórico a la trama propuesta ya se pueden ir olvidando de dar al play de su reproductor, porque seguramente Brain Damage les causará un tremendo dolor de cabeza y total rechazo.
Pero al contrario, aquellos espectadores nostálgicos de los clásicos de video-club con los que tanto hemos disfrutado toda una generación de jóvenes cinéfilos en compañía de amigos, una refrescante cerveza y abundantes chucherías únicamente con la sana y acogedora pretensión de pasar un rato divertido contemplado una película a medio camino entre lo cutre (imposible no esbozar una sonrisa al contemplar al bicho moverse como un péndulo desbocado lanzando perlas alucinógenas por su boca sobre el tapiz que proporciona un lavabo de un putrefacto water o ver como brota la sangre a chorros del cerebro cincelado por las artes plásticas y el maquillaje diseñado por los talentosos creadores de efectos especiales del cine gore de la época) y la genialidad paranoica, Brain Damage les traerá a la memoria unos bonitos y refrescantes recuerdos que seguramente causarán un reparador beneplácito. Y es que es imposible no sentirse atraído por la inteligencia mostrada por esta generación de autores del cine fantástico que hicieron de la escasez de recursos una virtud a la hora de diseñar atmósferas demenciales y enfermizas y que a su vez no dudaban en parodiar la achacosa sociedad del pelotazo que dominó sin duda en la década de las hombreras y la desfachatez.
Todo modo de amor al cine.