El ‹boom› que supuso la Canino de Giorgos Lanthimos en 2009 no pasó desapercibido en una Europa que por aquel entonces tenía en Theo Angelopoulos la mayor figura cinematográfica en representación del país heleno. La cinta del autor de Alps cosechó premios como Una cierta mirada en su paso por Cannes e incluso llegó a ser nominada a Mejor película de habla no inglesa, galardón que le terminaría arrebatando Susanne Bier y su En un mundo mejor. A raíz de ello, empezarían a surgir cineastas y cintas que intentaban otorgar una continuidad al modelo de Canino, y que encontrarían en Attenberg de Athina Rachel Tsangari (precisamente, productora del segundo largo de Lanthimos) o L de Babis Makridis, entre otras, un nuevo camino para el cine de un país del cual más allá del citado Angelopoulos o alguna que otra incursión de Jules Dassin, no se conocía mucho más (aunque, como es obvio, haya habido otros muchos autores a rescatar).
Esa semilla dejada por Canino tenía en su particular humor una de las mayores bazas, y sentó las bases para un cine que nos hablaba de la situación de una Grecia cada vez más engullida por la crisis y, en especial, por una vecina, la Unión Europea, que mira solo en las direcciones convenientes para sus interese. Gran ejemplo es la ya citada L que combinaba a la perfección ambos elementos para dejar reflexiones muy interesantes entorno a unas circunstancias extremas.
Ektoras Lygizos, que debutara en 2004 con el cortometraje Pure Youth, decide ir en su Boy Eating the Bird’s Food (título con mucho más significante del que a priori aparenta) un poco más lejos. Para ello, extirpa de raíz un humor que ya solo queda en sustratos muy reducidos, enarbolando así un tono mucho más áspero e incómodo que encuentra en la sencillez de sus constantes la principal virtud para servir de parcela a una de esas cintas que niegan moverse en la indiferencia, asomando al espectador a la ventana de un cine inconformista y, en especial, discursivo.
Cámara en mano, sin apenas cortes ni diálogos y con un tratamiento de la luz que desnuda más si cabe la obra de Lygizos, Boy Eating the Bird’s Fish encuentra en el rostro de Yorgo, su joven protagonista, un muchacho de ojos azules y envidiable elasticidad, el complemento perfecto: no tanto por los extremos que conllevan la propia situación que vive el personaje a un ambiente que por momentos se antoja enrarecido por las decisiones que se verá obligado a tomar, sino por la complexión de un actor que bien podría recordar al Caleb Landry Jones de Antiviral en esa síntesis que forman protagonista y film, sin la que no se comprende el resultado final del mismo.
Su secuencia inicial, la de Yorgos alimentándose, como su título indica, con comida de pájaro (exactamente de su canario, único acompañante con el que comparte hogar y vivencias), nos lleva directamente a una de esas escenas en cuya génesis se comprende la situación actual del protagonista, un contratenor desempleado de portentosa voz, y en la que casi se podría decir que comienza una disertación que llevará a Yorgo a las últimas consecuencias de un estado, el suyo, que en todo momento deja espacio a dobles lecturas que por lo general tienden a apuntar al desencanto y decadencia de una nación que encuentran en él un eje paralelo.
Resulta reveladora la aparición de esa bandera griega, así como esa usurpación que acomete entorno al alpiste de un canario al que sin embargo nunca descuida pese a la precaria situación que vive Yorgo y que se irá agravando a lo largo de un periplo que no sólo compartirá con su animal de compañía: en escena entrarán también un hombre ya mayor que le llama siempre que precisa ayuda, y la joven recepcionista de un hotel a la que espía y persigue siempre que encuentra ocasión.
Boy Eating the Bird’s Food es otra de esas obras que, además de extraña, resulta tan intrincada como poco o nada placentera, pero consigue entretejer un discurso convencido y decidido a analizar la situación de un país cuyo camino encuentra semejante en el asfixiante periplo de un personaje que nos sumerge en la (ir)realidad de una patria que él mismo configura como desnutrida, oculta y rodeada de ruinas, por si alguien llegó a creer que Yorgo comía alpiste por capricho.
Larga vida a la nueva carne.