Borja Cobeaga… a examen

Borja Cobeaga sabe sonsacar el humor de los perfiles más bajos de la moralidad impuesta en sociedad. A lo rancio también se le puede dar una vuelta para convertirlo en risas para los más exigentes… o lo que es lo mismo, los más tontos. Estos días llega a cines una película llena de lugares conocidos y clichés básicos dentro de la familia, de la pertenencia a un lugar y de una etapa concreta en la historia con Los aitas, donde unos padres deben pasar más tiempo del estipulado con sus hijas dentro de un autobús. El chiste se cuenta prácticamente solo y, aunque se dulcifica un tanto el tono al que nos tiene acostumbrado Cobeaga, coge a un puñado de personajes normales y los reinterpreta para exprimir absolutamente su esencia. Un clásico para el donostiarra.

La anécdota se escribe sola cuando, entre los miles de trabajos en los que ha participado, alguien le recuerda lo de ser realizador de Gran Hermano, la etapa donde observar a través de cientos de cámaras a personas hasta el momento desconocidas como si fueran monetes en el zoo —y esta expresión es personal, nada tiene que ver con lo que el director haya opinado de la experiencia más allá de decir que «era divertido hacerlo»—. Pero es un dato útil e inane con el que enlazar otro momento en familia, de estos que se observan fácilmente desde fuera, como es su cortometraje Éramos pocos (2005). Resulta que Los aitas no era la primera vez que Cobeaga hablaba de la familia y menos desde la ranciedad de ser un padre incapaz de dar buen ejemplo a sus hijos, con la diferencia de encontrar en este corto un objetivo mucho más afilado, que guarda en sí una sorpresa imprevista capaz de sonsacarte una ovación propia de Shyamalan, con la marca personal del creador insolente y fan del absurdo que es Borja.

No necesita más que rodearse de algunos de los actores que se iban a convertir en imprescindibles para el director y guionista como Ramón Barea, con el que ha llegado hasta Los aitas y Alejandro Tejería, que rescataba de su primera serie de televisión, Vaya semanita, y que ha aparecido como secundario recurrente en su filmografía. Pero quien da sentido al nombre del corto es una Mariví Bilbao contenida y complaciente que convierte la mala idea de dos zánganos en un deleite para los sentidos. La problemática de Éramos pocos es sencilla y prometedora: un padre y un hijo se levantan una mañana y la madre, a la que pronto se le sobreentiende la labor de chacha para los dos hombres de la casa, ha desaparecido dejándolos solos ante el peligro. A grandes problemas, grandes soluciones: tras un paseo por las estancias de la casa que confirman nuestras sospechas de absoluta negación ante la posibilidad de convertirse en personas capaces de cuidarse por sí solas, Cobeaga les ofrece una salida nada inteligente haciendo que la suegra aparezca en escena y se convierta la pesadilla en un lugar idílico. Con un corto de recursos mínimos pero grandes ideas visuales y de guion, el director indaga en las relaciones familiares que vistas desde fuera parecen obsoletas, pero confirman ese tiempo estancado en el que la comodidad y la servidumbre forman parte del día a día, sonsacando la comedia y la sátira sin apenas esfuerzo. Es algo que Cobeaga sabe ejecutar con soltura, lo ha hecho en películas como Pagafantas, No controlesNegociador, también en formatos más cortos, ya sean comprimidos gags como Marco incomparable o elaboradas inclinaciones como Democracia —una genialidad, además— y Zanahorio. El caso es que sabe coger a personas normales y corrientes en situaciones cotidianas y recoger esa esencia de lacra y tontuna que todos llevamos dentro para poder reírnos juntos de ello.

Todo un artista en lo suyo, con Éramos pocos su mentalidad abierta no nos hace desconfiar ante la idea de que, en algún momento, se cumpla también eso de que “y parió la abuela”.

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