Aunque si atendemos a lo que sería el sustrato de Borgman se podría decir que en ese aspecto el cine de Alex van Warmerdam ha cambiado muy poquito (sólo adaptándose a los tiempos, pero con temas como la sociedad y el individuo siempre presentes en su retórica habitual), lo cierto es que el cineasta holandés ha sabido adaptar un discurso y formas a los tiempos que corren, y es que desde que diera sus primeros pasos con Abel, en la que destacaban unos decorados minimalistas e incluso en cierto modo kitsch que mantendría en otros títulos como Los norteños o The Dress, este particular autor ha ido dejando atrás unas señas quizá distintivas pero ya un poco fuera de lugar en pleno s. XXI, aunque vistos ahora sus films sigan poseyendo el encanto y talento que se les presupone.
En esta ocasión, y por primera vez en su carrera, van Warmerdam se dirige a territorios colindantes con el fantástico. Buena prueba de ello son Ludwig (interpretado por el propio director, que siempre suele tener papeles en sus cintas, ya sea ejerciendo de protagonista como en Ober, o en un delirante papel secundario en The Last Days of Emma Blank) y Pascal, compañeros de peripecias del protagonista, Camiel Borgman, que viven igual que él refugiados bajo tierra, lugar del que tendrán que huir tras una especie de batida de la que saldrán ilesos. Ellos son portadores de infortunio y, en especial, destructores de hogares que sugestionan a los habitantes de la casa fijada como objetivo. Para ello, Borgman se sienta encima de uno de los huéspedes mientras éste duerme, hecho directamente relacionado con la figura del íncubo.
La casa escogida será la de Marina y Richard, una familia adinerada con tres hijos, jardinero y criada cuyo marido recibirá con malas formas la petición de Camiel de darse un baño en su casa. Debido a su sentimiento de culpa, Marina decidirá hospedar a Borgman durante unos días en un cobertizo, y poco a poco se irá acercando a ella hasta lograr volver a esa casa en calidad de jardinero, quien repentina y casualmente, deberá dejar su empleo. A partir de ese momento se activará el plan de Borgman y sus dos colegas para destruir ese seno familiar envuelto en lujos y todo tipo de caprichos.
Con una estructura narrativa lineal, van Warmerdam sigue los pasos de estos seres en su periplo por esa casa, y pronto empezará a entrar en juego un ambiente enrarecido que afectará principalmente a la pareja, pero derivará en algún que otro conflicto con la criada e incluso alguno de sus hijos. Es en esos momentos cuando el cineasta logra enarbolar un cine más extraño e incluso marcadamente ambiguo en más de una ocasión, y es que resulta difícil en cierto modo dilucidar las intenciones de Borgman para con los habitantes de la casa, y sin embargo van Warmerdam logra sortear esas cuestiones para dirigirse al epicentro de su discurso. En este, el autor de Ober traza una parábola entorno a una sociedad en la que el individuo parece estar ante todo, y que Borgman parece empeñado en destruir bajo cualquier precio.
El habitual humor negro y particular del holandés tampoco falta en esta cita obligada tanto para los seguidores del cine más europeo en su mayor extensión como para los de un van Warmerdam que aquí alcanza cotas mayúsculas, y es que quizá desde Los norteños, su mejor obra, no lograba un trabajo de la solidez y entereza que acredita esta Borgman. Quizá por su afinidad hacia un género, el de la comedia negra, que es difícil trabajar y moldear con una regularidad que aquí adquiere para dejarnos otra pequeña joya del cine del viejo continente, y una de las mejores aportaciones del año que inexplicablemente ni siquiera en Cannes encontró su lugar.
Larga vida a la nueva carne.
De borgman .me gustaría ver una segunda parte