El plano inaugural de Border recoge, en apenas segundos, la comunión con la naturaleza de su protagonista, Tina; la quietud de la estampa, solo avivada por el canto de las cigarras, constituye un reflejo de una realidad que sin embargo no parece poder mantener en su entorno. El constante vaivén del aeropuerto donde trabaja, en el que una sociedad en constante trajín desfila ante su atenta mirada y, sobre todo, el especial sentido olfativo que parece haberla convertido en un pilar indispensable de la aduana, así como la ruidosa recepción que le dedican los canes que comparten morada con su único acompañante en la intimidad, Roland, suponen el vivo retrato de un individuo fuera de lugar.
El bosque, escenario que rodea el hogar de Tina, se transforma así en un elemento primordial donde celebrar una animalidad que Ali Abbasi plasma a través de menudas pero fascinantes secuencias que colindan con el fantástico. Su encuentro, ya no con cualquier tipo de animal que cohabite en el bosque —aunque sean la forma idónea de evidenciar esa relación—, sino con todo aquello que lo comprende, sirve como catalizador para un personaje que acepta su condición desde una normalidad que no parece sostener, sin embargo, ni sus habilidades ni su aspecto físico.
Border apuntala ese componente desde una faceta visual en la que el cineasta sueco-iraní demuestra poseer una sensibilidad especial; por el modo en como nos sumerge en esos parajes boscosos, mutando en un lugar ya no de serenidad, también de conexión, como ritualizando un medio cuyo cometido se supone vital, por la naturalidad con que compone imágenes insólitas —esas donde Tina comparte espacio con la fauna salvaje que habita el bosque— y, sobre todo, por la manera en que confluye la figura de la protagonista con un microcosmos donde encontrarse —algo que más adelante se extenderá en su relación con Vore—. La belleza que contiene el film en cada una de las incursiones en ese terreno, no queda así supeditada a sus escenarios, y cobra entidad gracias a sencillez y espontaneidad con que Abbasi es capaz de envolver a su personaje; además de la fascinación que logra transmitir a través de los paisajes, lejanos a esas luces artificiales que bañan el lugar de trabajo de Tina, conformando un espectro donde esas emociones que dice percibir tornan en tensas situaciones donde su mirada frontal y cuasi desafiante abarca mucho más de lo imaginable, estableciendo su comportamiento como un parapeto ante las tesituras que se le van presentando.
El transmisor que posee la protagonista, se asume además de como forma de adaptación a un medio que no parece proclive a ella, como espejo de nuestra naturaleza más cruel. Un discurso que encuentra concomitancias con la anterior adaptación de John Ajvide Lindqvist al cine —aquella Déjame entrar que dirigiera Tomas Alfredson—, y que además adquiere en el guión firmado por Abbasi e Isabella Eklöf —que debutaba en 2018 con Holiday, y cuya aspereza e incomodidad se trasladan, en parte, a Border, aunque desde una perspectiva no tan gráfica— un estilo personal, que va más allá de las dobleces y giros que propone el relato —en los que, por otro lado, quizá el film pierde parte de su magnetismo al querer evidenciar su disertación, aunque deje algún que otro apunte (como ese diálogo entre Tina y Vore en el barco) de lo más sugestivo—.
El segundo largometraje de Abbasi —justo tras una pieza de género como era Shelley— se compone con voz propia, forjando un sobrenatural con carácter y, ante todo, capacidad para evocar: sabiendo entender los tiempos del relato, atesorando estampas que quedan grabadas en la retina, transitando un tono que muda entre espacios y, en especial, mostrando un sentido estético que se mantiene hasta cuando Border entra en zonas de mayor complejidad al abrazar completamente el fantástico. La promesa, en definitiva, de un cineasta que con un material más pulido —se echa de menos un mayor poder de sugestión en algunas partes de su libreto— puede confirmar que, efectivamente, estamos ante un talento hecho de otra pasta.
Larga vida a la nueva carne.