Si existe un adjetivo para definir el universo de Bong Joon-ho es, sin ninguna duda, ecléctico. El director surcoreano, además de realizar películas que temáticamente poco tienen que ver entre sí, se caracteriza por utilizar agresivos cambios de tono en un mismo filme, obviando las restrictivas fronteras que suelen delimitar a los diferentes géneros; combinando drama, suspense, thriller, acción y comedia. La cinta que nos ocupa, rodada en el año 2000 (en plena crisis económica de Corea del Sur), supuso su debut en el largometraje con un presupuesto muy reducido. Inexplicablemente, pasó bastante inadvertida para crítica y público en su país y fuera de sus fronteras, pero supone el filme más arriesgado, original, absorbente e inclasificable de su meritoria trayectoria como cineasta, junto a su marciano mediometraje incluido en Tokyo! (la película episódica compartida con Michel Gondry y Leos Carax).
Posteriormente dirigió Memories of Murder, un potente y exitoso relato inspirado en la historia real del primer asesino en serie conocido en la historia de Corea del sur, que incide en la corrupción policial en tiempos de la dictadura militar. The Host fue la producción surcoreana con mejor recaudación en su momento (desconozco si ha sido superada por otra película), y nos traslada a un drama familiar con monstruos mutantes, atorado de crítica social y sátira política, en el cual las autoridades coreanas y estadounidenses no salen nada bien paradas. En el excelente corto de Tokyo! se adentra en la historia de un ‹hikikomori›, unos seres que comen de pie, viven aislados y nunca salen de casa. En Mother (Madeo) vuelve a abordar temas sociales en un atractivo drama familiar protagonizado por una madre que lucha para salvar a su hijo, no muy lúcido mentalmente, de una acusación policial muy grave. Mientras que en la reciente Snowpiercer, se adentra en un trepidante thriller de acción de corte post-apocalíptico, dotado de más inteligencia de lo habitual en el género, y en el que a pesar de su improbable premisa tampoco se olvida de uno de sus temas favoritos: la lucha de clases.
Barking Dogs Never Bite arranca presentando a un profesor desempleado que busca trabajo y tiene que aguantar las constantes quejas de su mujer embarazada, una gran devoradora de nueces que sustenta económicamente a la familia, pero mantiene un carácter inquisidor hacia su marido. Ante la insistencia de un colega, el aspirante a profesor se plantea sobornar a un decano de la universidad para conseguir el trabajo, aunque no tiene el dinero, ni parece emocionarle demasiado la idea. Con este panorama tan poco alentador, se empieza a obsesionar con los ladridos de un perro del vecindario de un enorme bloque de apartamentos, situado al lado de una bella montaña dominada por el verde de la naturaleza; y decide tomar medidas drásticas para librarse del animal. En esa zona están prohibidas las mascotas, pero es un hecho tan habitual que nadie se queja de su presencia. Tras varios intentos fallidos para deshacerse del ladrador que tanto le crispa, lo encierra en un armario (sin apenas ventilación), pero con posterioridad descubre que éste no podía ser el causante de su estrés porque estaba incapacitado para generar sonido a causa de una infección de garganta. Su obsesión canina continuará con la búsqueda del verdadero artífice de los ladridos. El matrimonio del profesor no pasa por un buen momento, debido a la actitud carente de comprensión entre ambos miembros, y el marido tendrá que poner a prueba su nula paciencia con los canes a raíz de la nueva adquisición de su esposa: un caniche.
Con esta premisa tan original, el director coreano se adentra en una historia que transita a medio camino entre el drama y la comedia gracias a un alto componente satírico que ridiculiza ciertas costumbres de su Corea del Sur natal, presentándola como una sociedad oscura, perversa, ridícula y cruel, en la que los perros son mejor atendidos que la mayoría de la gente. También realiza una ácida crítica contra los valores de la familia tradicional, los métodos poco legítimos utilizados durante el boom inmobiliario, y la corrupción en las instituciones universitarias. Sin embargo, el punto fuerte de la cinta es la diversión que consigue extraer de las situaciones más trágicas y absurdas. A pesar de su evidente perfil cómico, Barking Dogs Never Bite utiliza la cadencia sosegada y la melancolía tan común en buena parte del cine asiático, a través de una experiencia coral habitada por personajes excéntricos y una trama con múltiples lecturas, en la que cada personaje aporta mucho más de lo que en un principio podría aparentar. El director consigue que simpaticemos con toda la galería de personajes, incluido el enemigo de los canes, quien tras su antipatía inicial (parece que vaya a convertirse en un Jack el destripador de mascotas) sufre una evolución y modera su rencor hacia éstas. El doctorado es un individuo aparentemente razonable de quien no se explica de dónde le viene ese odio irracional a los perros. Esta ira parece simplemente motivada por su desesperante situación personal, utilizada a modo de cabeza de turco para ahogar sus penas.
Uno de los puntos fuertes de esta intrigante y subversiva rareza está en la exposición de las difíciles relaciones que se establecen entre la gran cantidad de personajes que pueblan la narración, presentada con mucho menor histrionismo en las actuaciones que en The Host. A pesar de la importancia del castigador de perros en la parte inicial de la película, la simpática y bella Bae Doona, vista en Sympathy for Mr. Vengeance, The Host, Air Doll y El atlas de las nubes, adquiere una vital importancia en el rol de una oficinista que se encarga de imprimir los carteles de «se busca» para los canes desaparecidos. Una joven bastante ingenua que busca su lugar en el mundo, sueña con convertirse en una heroína para aparecer en la televisión, y se apega con un entusiasmo inusitado a la causa para atrapar al culpable cuando es testigo desde la lejanía del segundo crimen perruno. Tampoco tiene desperdicio su compañera de trabajo obesa que regenta una desordenada tienda. Ambas mantienen una divertida amistad y sueñan con huir de la agobiante urbe y perderse en la naturaleza de las montañas, presentada en todo momento como un oasis inalcanzable, aunque esté a dos pasos de la claustrofóbica urbe. La aparición de la oficinista en la vida del profesor se convierte en un nuevo aliciente para su deprimida existencia, aunque esa nueva relación tiene un enorme riesgo, pues inicialmente debe luchar tenazmente para no ser descubierto como responsable de la muerte de los dos perros. También posee bastante espacio el conserje del edificio; un gran aficionado a guisar la carne de perro en la intimidad del sótano, quien cuenta una historia muy inquietante y divertida sobre un antiguo técnico de la compañía: el gran Caldera Kim.
Joon-ho presume de la expresividad y la valentía que tanto caracterizó a la mayoría de sus compañeros coreanos de generación a la hora de tratar la violencia y los temas tabús, y comparte con Domicilio desconocido(de su compatriota Kim Ki-duk) en otorgar trascendencia al sufrimiento de los perros desde una óptica mucho menos perturbadora. Al principio de Barking Dogs Never Bite (Perro ladrador, poco mordedor) aparece un cartelito tranquilizador que informa de la presencia en el rodaje de un supervisor para la seguridad de los animales. De todos modos, esos detalles no impiden que presente todo tipo de tropelías contra los pobres perritos, aunque lo haga sin ser demasiado explícito. Los amantes de las mascotas más sensibles pueden sentirse ofendidos por estas secuencias repletas de mala baba, pero que siempre son tratadas por Joon-ho con una evidente carga cómica. Personalmente, proceso un gran cariño por los animales, y ese detalle no impide que disfrute de lo lindo viendo esas situaciones hilarantes a costa de la integridad física de las pobres mascotas. Y es que esto es cine. Cuando uno se deleita con todo tipo de vejaciones contra un ser humano en una película gore, no suele auto-cuestionarse su estatus como persona de bien. Aquí sucede algo parecido sin recurrir a las vísceras, aunque inicialmente desconcierte sobremanera por lo poco habituados que estamos en el cine occidental, y muy especialmente en el de Hollywood, a que se recreen en el sufrimiento animal. La segunda mitad del relato suaviza su tono en ese aspecto, sin resultar empalagoso ni moralizante en ningún momento, provocando una pequeña decepción a los que esperábamos una sangría continua.
Respecto al resto de su filmografía, Joon-ho coincide en presentar a personajes de las clases menos favorecidas que luchan por subsistir como pueden, concentrados en pequeños espacios y rodeados de multitud de objetos desordenados, creando una sensación de claustrofobia en unos seres que se encuentran al borde de perder los papeles. Un desorden que continuaría explorando en la transitada y caótica comisaría de la brillante Memories of Murder y de manera antagónica en su sección de Tokyo!, donde el protagonista apila con esmero en el suelo de su casa los libros, el papel higiénico y las cajas de pizza que consume. El director coreano hace gala de una magnífica dirección y una ingeniosa puesta en escena (que recuerda a los primeros filmes de Polanski por la angustiosa forma de tratar los citados espacios cerrados y por su virtuoso manejo de la cámara), utilizando resquicios narrativos y estéticos muy atractivos, y una brillante planificación, que sorprenden teniendo en cuenta que se trataba de su primera película. Tampoco tiene desperdicio su excelente montaje, aderezado con varios recursos estilísticos, como flashbacks coloridos y el uso de la cámara ralentizada; tratados con la osadía de un director neófito, pero siempre con un elegante sentido de la mesura. Destaca una brillante persecución en los pasillos exteriores del vecindario, filmada de un modo muy trepidante, jugando con maestría con las perspectivas de la cámara y la arquitectura del bloque de apartamentos (omnipresente en el relato). La música de piano y percusión jazzística acompaña a las imágenes de un modo impulsivo y constante durante gran parte de la narración, sin molestar en ningún momento. La partitura de Jo Sung-woo muta de un tono alegre en las partes más introspectivas hacia un cariz acelerado y alocado que imprime mayor carácter a los tramos dominados por la tensión.