Bone Tomahawk, debut del estadounidense S. Craig Zahler, llega a nuestras carteleras con vitola de film de culto tras su paso triunfal por Sitges (donde se alzó con el premio al mejor director), y lo hace sumándose a otra serie de westerns recientes (Slow West, Los odiosos ocho) que, en cierto modo, más que pretender revitalizar un género partiendo del respeto a sus ítems más reconocibles, jugaban a desnaturalizarlo aportando una sensibilidad genuinamente postmoderna y autoral. De hecho, si nos detenemos y examinamos con calma el film de Tarantino, en cuyo reparto curiosamente también aparece Kurt Russell, podemos constatar que tanto éste como el film de Zahler comparten un acercamiento más o menos velado al cine de terror, motivo por el cual, a ojos del espectador, ambas películas lucen tan extrañas e inquietantes. En efecto, se diría que Bone Tomahawk asume la iconografía del western no tanto para reflexionar sobre la forja de una nación sustentada en la violencia y la lucha contra lo “salvaje” (algo que sí exploraba de lleno Slow West y en gran parte Los odiosos ocho), sino para escenificar meramente el choque entre civilización y barbarie, la entrada fortuita del hombre de a pie en algo que fácilmente podríamos identificar como el infierno en la Tierra (así lo dice uno de los personajes en un momento dado). En este sentido, la película no deja de remitir a algunas obras modernas que se preocuparon igualmente por adentrarnos en el horror más puro e irracional con el nada desdeñable propósito de zarandearnos física y emocionalmente, cintas fascinantes en su exploración de la locura y la muerte como La presa de Walter Hill, con la que comparte la idea de inmiscuir a un reducido grupo de personas en un universo acotado, aislado de la civilización, donde imperan normas extrañas dominadas por el ejercicio de la violencia y la crueldad (en el caso que nos ocupa, con propósitos de mera supervivencia).
La transformación, pues, del enemigo arquetípico del western (los indios) en una raza caníbal más afín a lo animal o monstruoso (las hembras mutiladas y embarazadas para mantener activa la camada) remite a clásicos del cine de terror como Las colinas tienen ojos, más que a los westerns clásicos del género (de hecho, aunque de fondo se hace referencia a los nativos americanos, se hace un especial hincapié en diferenciarlos de los grotescos villanos de la función, a los que los personajes identificarán como “trogloditas”). En esta mistificación del enemigo, que ya estaba un poco presente en la citada película de Hill, se tocan elementos propios del género fantástico y de terror como la profanación de territorios sagrados (la acción la desencadena la intromisión de unos pobres diablos en un cementerio dominado por tótems paganos); de hecho, uno puede rastrear incluso ciertas semejanzas físicas entre los caníbales del film y los predators de la longeva saga fantástica. Quiere decirse que, pese a sus hechuras de western a la vieja usanza, aquí late una película de terror purísima en su esencia, aunque con los suficientes elementos distintivos (especialmente, un sentido del humor muy fino y negro que sirve para relativizar las cotas de horror que llega a alcanzar la película) como para que la adscripción a un único género se diluya. No obstante, esta historia mínima, que en su centro dramático se diría inspirada en la clásica familia caníbal escocesa de Sawney Beane, logra lo mismo que logró en su momento otro western extraño y de culto, La noche de los gigantes de Mulligan: utilizar el marco del western (con sus personajes arquetípicos, sus escenarios áridos y desolados, y con la violencia como moneda común para resolver conflictos) para ofrecer una obra de género que linda sutilmente con el fantástico, y, en el caso de Bone Tomahawk, en la que parece respirar además el mismo halo de hipnótica demencia que animaba obras como El corazón de las tinieblas de Conrad, al menos en su potente clímax final.
La formulación visual de Zahler tiene algo del minimalismo expresivo de la citada Slow West, pero a diferencia de aquella, su autor prefiere mitigar el lirismo y rehusar ese tono conscientemente excéntrico para abrazar, en su lugar, una poética mucho más áspera y depurada, despojando al relato de elementos estéticos que amplifiquen o refuercen lo que ya comunican con modestia las humildes, sombrías imágenes de la película (apenas hay música a lo largo del metraje, y, cuando ésta hace acto de presencia, lo hace de un modo sorprendentemente discreto). La estética resultante es seca y dura como un hueso, lo que no significa que no sea permeable a ramalazos de emoción y humanidad, pero estos llegan siempre con una sobriedad deliberada, beneficiándose de la enorme entidad de la que gozan los personajes. He ahí, también, una de los grandes aciertos de Zahler: al contrario que en la mayoría del cine de terror, en Bone Tomahawk los personajes importan realmente, están escritos con mimo y detalle, y, pese a no ser del todo originales, se sienten vivos y gozan de matices, algo que garantiza llegar a un grado de empatía lo suficientemente alto como para hacernos albergar inquietud y preocupación respecto a su incierto destino, especialmente llegado el momento clave de la resolución del conflicto que vertebra la trama. Zahler, hábil dialoguista, sabe resaltar la humanidad de sus criaturas sin dejar de lado un sentido del humor agradecido, algo muy perceptible en el entrañable personaje de Richard Jenkins, que el protagonista de The Visitor interpreta con el talento enorme que le es acostumbrado.
Sorprende, sin embargo, el ritmo pausado, por no decir directamente parsimonioso, que Zahler imprime a la narración, y que resulta especialmente sensible en su extenso segmento central, el de la travesía de los héroes por el desierto, que alarga el metraje hasta pasadas las dos horas. Ensimismado en ese discurrir lento y taciturno, apenas salpimentado por diálogos que iluminan el pasado de los personajes y por alguna que otra aparición de forasteros amenazadores, uno no sabe a ciencia cierta si está asistiendo a un problema de gestión narrativa o si, deliberadamente, Zahler pretende instalarnos en una calma letárgica e inquietante para que la aparición del horror, representado en ese territorio ignoto cuya entrada adornan osamentas de diversa índole, resulte mucho más impactante e irreal. Sea como fuere, en este crítico prevalece la sensación de que sobra metraje para redondear la experiencia del espectador, cuya paciencia se pone ligeramente a prueba mediante ese ritmo contemplativo en el que nada relevante para suceder… hasta que sucede. La estrategia, buscada o no, contribuye a dotar de más impacto a los momentos violentos, que Zahler introduce a menudo de modo abrupto, imprevisto y brutal, sólo para, poco después, hacer prácticamente lo opuesto: mostrar actos atroces con una serena frontalidad que realza la banalidad del horror, haciéndolo mucho más espantoso y logrando, de hecho, instantes de puro delirio macabro que están entre lo mejor que se ha hecho últimamente en el campo del cine gore. El resultado es una película rotunda y extraña, cuyos pequeños problemas de ritmo no logran enturbiar sus numerosos logros: aquí hay un director que sabe fusionar géneros, rodar con infrecuente visceralidad y ofrecer un producto de género que, pese a la sencillez de su planteamiento argumental, logra perdurar en la memoria.