Boi neon se abre con el plano de unas reses angustiosamente atrapadas en ese estrecho pasillo que conecta los toriles con el ruedo donde luego serán derribadas por los jinetes. Tras preparar a los toros para la actuación, jaleándolos y enarenando sus rabos, pasaremos poco después a una escena en la que el protagonista (cuyo oficio consiste precisamente en cuidar y transportar el ganado que se usará en las vaquejadas típicas del noroeste de Brasil) toma las medidas corporales al personaje femenino de la película, al que inmediatamente después veremos bailar ligero de ropa y ataviado con una máscara de caballo entre sucias lucias de neón. Estos primeros compases, hipnóticos y desconcertantes, llevan a pensar en una película algo turbia y malsana, en la que no resulta difícil equiparar la naturaleza de la mujer con la del animal y, todo ello, con la explotación de carácter lúdico y perverso, pero nada más lejos de la realidad. A poco que avanza el metraje, la sordidez que se insinuaba en el inicio se aplaca para desvelar, muy por el contrario, la mirada profundamente límpida de Mascaro, autor raro fascinado por los cuerpos, humanos y animales, y por la armonía derivada de su interacción. Es una cinta que emana olor a sudor, a mierda de vaca, a pachuli y, en fin, a pura humanidad en ebullición. El viaje que parte de esos primeros planos marcados por el asombro y la curiosidad (quizás un tanto lasciva) culmina, finalmente, en una extensa y bellísima escena de sexo explícito (rodada en una única toma) entre el protagonista y una joven embarazada, y entonces ya resulta obvio que el morbo nunca guió el ánimo del director, sino el afán por capturar la belleza de los cuerpos en movimiento, ya sea faenando con el ganado, bañándose o amándose en el interior de una fábrica en la quietud de la noche.
En este sensual retrato de grupo prima la dispersión narrativa. No hay conflicto aparente, no hay estructura clara ni un apego particular por las reglas básicas que rigen la dramaturgia cinematográfica, sino una sucesión de pinceladas que van dando cuenta del modus vivendi de los cuatro personajes principales, así como definiendo sus caracteres. Fraguando un costumbrismo enrarecido, en el que pesa más la sugerencia y la atmósfera de intimidad que el interés por desentrañar una determinada realidad social o, menos aún, hurgar críticamente en los pilares que la constituyen, Boi neon se limita a desplegarse de forma plácida por la pantalla sin abandonarse, en todo caso, al seductor reclamo de imaginar la labor de estos feriantes del ganado en clave idílica; hay sinsabores, cansancio e incertidumbre, pero prevalece siempre un tono de camaradería y ligereza, aliñado con humor mundano y con una proximidad nada artificial, que nos permite conectar plenamente con un universo que debería pillarnos muy a trasmano. Precisamente el gancho está en esa cercanía, en ese mostrar desnudamente, sin tapujos, sin juzgar ni cuestionar, a personajes ricos en matices, incluso poseedores de rasgos que podrían poner en duda la integridad del arquetipo que presumiblemente representan: el protagonista, todo él virilidad, está enamorado de la moda y la costura; la protagonista y su hija viven en un entorno viril y llevan a cabo actividades asociadas habitualmente a los hombres. Y, sin embargo, nada de ello supone motivo de debate dentro de la película, ni parece estar en la intención del director cuestionar roles de género (como sí hiciera la venezolana Pelo malo), al contrario, éstos parecen precisamente reafirmarse al asumir naturalmente estas aparentes disonancias, engrandeciendo, con ello, la singularidad de la película.
Porque, lo que finalmente cautiva de ella, es eso: la sensualidad a bocajarro, el despliegue narrativo atolondrado y de una suavidad casi narcótica, la franqueza de los personajes (maravillosamente interpretados todos, incluida la niña), la descripción tan precisa y exuberante y auténtica de ese modo de vida (en el que lo decididamente hortera deviene sorprendentemente hermoso), la ausencia de juicios morales, los espacios en blanco (la nunca explicada ausencia del padre) y la sensación, en definitiva, de haber contemplado un fragmento de vida, y no tanto un relato con principio y final. Y aunque no estemos ante una obra plenamente satisfactoria (la ausencia de un foco narrativo claro puede anclar el relato ocasionalmente en la irrelevancia y la monotonía), Mascaro lo compensa con una estética sugerente y voluptuosa (beneficiada por la espléndida fotografía de Diego García), en la que la carnalidad del relato brilla con fuerza creando momentos de raro lirismo. No hay morbo o controversia, ni en el sexo ni en la mera contemplación del desnudo humano, sino belleza y naturalidad. Y eso, en fin, ya supone un logro en estos tiempos en los que casi todo el cine se siente prefabricado o víctima de pretensiones que al director brasileño no parecen quitarle ni un minuto de sueño.