El cine de Helena Girón y Samuel M. Delgado está fecundado por un carácter quimérico al que alude la propia imagen. Puesto que si bien es cierto que el tándem de cineastas bordea un terreno ilusorio asumido desde la conquista de otros tiempos, como sucedía en Eles transportan a morte, o de parajes indómitos como los de Montañas ardientes que vomitan fuego o esa isla de San Borondón que asume el protagonismo en Bloom, es su representación aquello que refuerza dicha naturaleza. El lenguaje, más que los universos (re)visitados, habla pues por sí solo dando forma a una dimensión propia.
Es así como aquello adscrito a la realidad, incluso a lo histórico, adquiere una condición casi mitológica. Como si en realidad estuviéramos ante algo extraño, etéreo; reforzando una irrealidad que se sustrae de la capacidad de componer imágenes telúricas, que nos acercan a otro universo. Algo que ya lograba Werner Herzog en su falso documental The Wild Blue Yonder. No obstante, mientras el film del bávaro partía de una concepción donde las fascinantes estampas capturadas eran aquello que dotaba de una especificidad a la “ficción” planteada, en Bloom es la pareja creativa formada por Girón y Delgado quienes consiguen mutar el sentido de dichas estampas.
Y es que los cineastas manejan un lenguaje que en ocasiones recoge el poder de sugestión del cine silente, no tanto por el uso del formato como por el misterio que se sustrae de cada imagen. Aunque, sin embargo, el sonido sea una pieza esencial en su cine. Capaz de asentar atmósferas que se reconstruyen a través de cada recurso empleado, desde el uso del negativo hasta la velocidad de obturación. Todo ello en una continua búsqueda de lo que escapa a nuestro control, a nuestra naturaleza.
Quizá ese sea el impulso de una obra en constante “conquista” de aquello que muy probablemente no pueda ser conquistado puesto que abandona el propio raciocinio, al gesto de poder apoderarse de algo. De ahí una taxonomía narrativa que nos acerca al puzle, cuya aparente continuidad se desliza de sus imágenes, no de un trayecto ‹per se›. Afianzando de ese modo la idea de fuga persistente, de terreno ingobernable que cobra forma desde esa isla de San Borondón en la que depositan algo más que un documento, también la forma de un cine, como los espacios sobre los que se vertebra, esquivo, al que acceder significa algo más que encontrar un sentido específico a sus estampas.

Larga vida a la nueva carne.