A donde van las canciones perdidas
El tiempo pone cada uno a su lugar, cierto. Pero también lo es que, a veces, en vida, haya solido cebarse y convertir en victimas prematuras aquellos/as que alguna vez intentaron perseguir un sueño que terminó convirtiéndose en su propia tumba. O, en cierto modo, casi a punto estuvo de hacerlo. Ese es el precio con el que, a menudo, se paga el forjamiento de las leyendas. Quien quiera que se haya acercado a Searching for Sugar Man, el fantástico primer (y, por desgracia, último) documental de Malik Bendjelloul, sabrá que los caminos hacia la fama y el reconocimiento pueden llegar a ser caprichosos, crueles e inescrutables. En aquel laureado documental intuíamos la historia de un hombre, Sixto Rodriguez, intentando alcanzar el sueño americano. Lo hacía abriéndose paso como cantautor hasta que los muros con los que golpeaba fueron demasiado altos para intentar seguir sorteándolos mientras, lejos de los EEUU, en Sudáfrica, sus letras y sus canciones se convertían casi en un himno generacional… sin que el llegara a saberlo.
El nuevo trabajo de Ethan Hawke tras la cámara tiene como protagonista, precisamente, a otro fantasma (musical) al que buscar volver a la vida. En Blaze, como en Searching for Sugar Man, el foco se posa sobre las huellas de alguien al que se le perdió el rastro. Cabría poner en duda, sin embargo, si, a diferencia de Sixto Rodriguez, Michael David Fuller, alias Dewpty Dawg, alias Blaze Foley, el cantautor soñador que escogió la autodestrucción entre borracheras, desamor y un definitivo balazo en el estómago y al que Ethan Hawke busca rendir honesto tributo a través de la imagen fílmica, perseguía realmente el sueño americano entre las cuatro paredes de un estudio de grabación. Probablemente, para Blaze Foley, al que Ben Dickey pone voz, rostro y presencia física de forma casi devota, no había más sueño (cumplido) a alcanzar que el de la felicidad en una casa árbol. Quizás porque la película parte de las fuentes de Sybil Rosen (interpretada aquí por Alia Shawkat), la mujer con la que compartió la luz de aquellos días, Blaze, la película, es en realidad una historia de amor puro. Y, precisamente por esa misma razón, el auge y caída tan propia del ‹biopic› no lo encontremos tan vinculado a la búsqueda de la fama como al de la renuncia de cierto idealismo vital, la aceptación de ciertas convenciones sociales, el encaje contra natura en la industria de un espíritu indomable y, sobre todo, a la partida de ese Paraíso en la casa árbol al que Blaze (y Hawke) vuelven una y otra vez en forma de recuerdos y montaje fragmentado.
Como el recorrido vital de ese gigante de voz dulce y melancólica, Ethan Hawke edifica su tercer largometraje en forma de retazos y vaivenes en base a tres tiempos diferenciados aunque siempre entrelazados entre sí. Paraíso, purgatorio e infierno, ocupan siempre el mismo nivel mientras la música atraviesa la columna vertebral de una película que encuentra siempre una forma hermosa y profunda de fundir música y cine. Charlie Sexton, el propio Ben Dickey y, sobre todo Kris Kistofferson han sido y son músicos antes que actores. Pero incluso a veces, tan potente acaba siendo ese dispositivo que, en papeles tan problemáticos como el de Kristofferson (el cual interpreta al padre senil y antaño maltratador de Foley), dicha dimensión metareferencial amenaza con devorar la dimensión dramática y narrativa dentro de la propia película por mucho que, al final, nos acabe regalando uno de los mejores momentos de la misma: el de ese primer plano del rostro de un emocionado Kristtoferson, inundado de lágrimas, mientras la canción que su hijo e hija tocan para él, le abre momentáneas ventanas al recuerdo.
Contagiada de ese espíritu soñador, Blaze también confunde a veces claridad expositiva con reincidencias estilísticas y de montaje, lo que la convierte en una película morosa y ciertamente irregular. Pero de ella se desprende también una honestidad y adoración por su objeto de estudio de la que resulta difícil no sentirse atraído. En el momento de la verdad Hawke muestra la suficiente habilidad y madurez como para distanciarse en situaciones en los que podría haberse dejado arrastrar más de la cuenta por la bajeza sentimental. Y, aunque a veces la bordea, al final la dignidad con la que Hawke filma ese ‹outisder› melancólico, es antepuesta por encima de todo. Las peleas, las noches bajo mesas de billar e incluso su asesinato casi siempre permanecen en elipsis o en fuera de campo.
En un momento de la película, el propio Blaze Foley se pregunta sobre el destino de aquellas canciones que nunca llegaran a ser. Aquellas que permanecen en la cabeza de alguien pero nunca verán la luz porque nunca serán escuchadas por nadie más que por uno mismo. Por más que duela, el camino accidentado y todas las puertas abiertas que se le abrieron a alguien como Blaze Foley fueron cerradas a cal y canto por él mismo. En este caso, el tiempo, a diferencia de Rodriguez, fue injusto con el bueno de Foley, no pudiendo disponer en vida de una segunda oportunidad. Y, aunque ese mismo tiempo ya lo haya puesto en su lugar y el cine contribuya también a ayudarle a rendir cuentas con el olvido y la desmemoria es difícil dejar de pensar en todas esas canciones que pudieron ser y, finalmente, no fueron. Un blues por todas esas canciones perdidas colgadas de una idílica casa árbol.