Cuando Blaze, la protagonista de la ópera prima de Del Kathryn Barton, artista visual que se pasa al mundo cinematográfico, sea testigo de una agresión sexual en mitad de una calle, despertarán en ella una serie de cuestiones e inquietudes relacionadas con el acto presenciado. A partir de ese preciso instante, la menor verá cómo su singular universo surge de alguna manera a modo de coraza, confrontando tesituras tan extrañas como la que se le presentará cuando deba testificar en el juzgado por el momento que vivió ante tan violenta escena.
El inicio de ese trauma se establecerá así como el detonador de una situación que, mientras la pequeña afronta intentando comprender la naturaleza de esos actos —todo ello mediante el reflejo de un microcosmos vívido, extraño y repleto de color que en ocasiones apela a pequeños fragmentos en ‹stop motion› desde los que redimensionar su carácter—, su padre concibe a través de una apreciación alejada de lo que verdaderamente requiere tal circunstancia, llegando al punto de buscar en la prescripción de medicamentos una respuesta que Blaze entiende como ente capador de ese extraordinario mundo en el que resguardarse.
Si bien es cierto que desde la mirada de una ‹coming of age› Del Kathryn Barton no deja de apuntar a temas que resultan familiares como esa incomprensión que siente la protagonista por el modo en cómo los adultos advierten su llamativa percepción, o la confrontación de procesos que se insinúan a esas edades —y ya no únicamente los fisiológicos, sino también la presencia de una sexualidad incipiente y todo aquello que conlleva, lejos del plano físico—, lo cierto es que el talento para la creación de imágenes que posee la australiana otorga a Blaze la virtud de contraponer el fantástico con una naturaleza que se persona como ajena, y que amplifica sus constantes mediante la vivencia de esa experiencia traumática. El género, pues, aparece como una vía para lidiar con la tragedia e intentar gestionar unas emociones causadas tanto por lo presenciado como por la incomprensión que generan unas imágenes que se antojan inconcebibles en cualquier ámbito, pero especialmente para la protagonista del film. En ese sentido, acierta la cineasta centrando su atención en el relato y huyendo, en cierto modo, de líneas discursivas subyacentes: el suyo es un retrato sobre una adolescencia violentada que debe reparar su trayecto rodeada por un mundo que sólo arroja respuestas erróneas, y no únicamente por una perspectiva que atiende a la edad, del mismo modo al género.
Blaze se presenta como una explosión donde caben desde la sensibilidad en el reflejo de un universo afectivo de particulares rasgos hasta esa desmesura latente en un espacio incontrolado, fruto de los avatares de la propia edad. Un espacio en el que encontrar protección, y huir de ese momento imbuido por una cruenta realidad que Del Kathryn Barton describe con planos cortos, apuntando a una fisicidad que parece impedir cualquier posibilidad de escape, por leve que sea, y atenaza a la protagonista en un gesto que se extenderá durante el resto de la narración.
Aunque excesiva y descompensada en algún momento de derivación a esos rincones donde el fantástico emerge como parapeto, Blaze es una ‹rara avis› que afronta con cierta madurez una perspectiva donde, al fin y al cabo, el género no es sino un vehículo: un gesto que se desliza de esa resolución donde la búsqueda de respuestas encuentra una bifurcación en la cual la importancia no reside en aquello que nos contiene, sino en la asimilación de ideas que puedan ayudarnos finalmente a descifrar y sobreponernos a esa realidad.
Larga vida a la nueva carne.