Mientras el ‹noir› daba sus últimos coletazos para dejar paso a géneros como el no menos destacable polar francés, un tal Allen Baron dirigía, escribía y protagonizaba su debut en largo. Un debut que, a la postre, influenciaría multitud de films, ya enlazasen directamente con el cine negro o no, dando pie a que hoy hablemos acerca de una de las obras más originales, únicas y, quizá por ello, olvidadas de cuantas llegaron a circular por las pantallas entre la década de los años 40 y 50.
Perfilada entorno a un personaje (el de Baron) que en realidad no dista tanto de los estereotipos del género pero pese a ello posee un marcado carácter que determina sus acciones, Blast of Silence es uno de los últimos bastiones del buen cine negro, aquel que se cuece con una fría calma y no olvida su adusta idiosincrasia cada vez que la violencia aparece en pantalla. Ese cine negro resulta aquí casi introspectivo debido tanto al excelente pulso de su director para representar secuencias de la más variada índole como a todas las herramientas que dispone, entre las que destacan una omnipresente voz en off, una potente fotografía en blanco y negro, una banda sonora impregnada de melodías de jazz e, incluso, el empleo de planos (contrapicados, primeros planos, etc…).
Con esa voz en off, precisamente, arranca y termina un film a cuyo protagonista, ‘Baby Boy’ Frank Bono, acompañará durante su periplo. Ese elemento se encarga de definir y marcar las pautas de un personaje cuya tendencia a socializarse es más bien nula (y no hablamos sólo de intrusiones externas, sino de los personajes que también pueblan su peculiar universo), que rehúye toda compañía y cuyo carácter actúa como un termómetro interpretando así cada situación con una serenidad cuasi imperceptible (ese pisotón en el barco, tras el gesto bastante más tosco de su acompañante, cuidando siempre sus apariciones “públicas”).
Ese “Baby Boy” a través del cual centra la acción, pues, queda perfectamente descrito por un Allen Baron que toma la inteligente decisión de acotar las relaciones de su protagonista presentando una galería de personajes de lo más reducida, si tenemos en cuenta que algunos de ellos no poseen apenas continuidad en la obra, y que el marco por donde se mueve es poblado únicamente por un usurero y orondo proveedor de armas, una muchacha que quizá será la única que consiga sacar a Frank de su estrecho microcosmos y un objetivo del que irá recabando toda la información necesaria para completar su último trabajo.
Especialmente interesante es ese segundo personaje, Lori, que le lleva a querer salir de un constreñido espacio que parece diluirse como las notas de jazz entre el humo y murmullo de un bar, y que sin necesidad de jugar un prototípico papel de la ‹femme fatale›, si parece alejar a Frank de unos objetivos que se antojan casi primarios y, en cambio, irán perdiendo fuerza frente a la aparición de esa figura femenina que parece embelesarle sin necesidad de recurrir a ningún ardid.
Es, de hecho, la fascinación de Frank entorno Lori el principal desencadenante de unas consecuencias que ella ni siquiera se empeña en propiciar, tratándole con cariño y afecto como si de un amigo perdido en la lejanía del tiempo se tratase, que es lo que en realidad sucede. Él, sin embargo, parece preso de unos sentimientos que incluso escupen esa sinuosa voz en off del relato para terminar centrándose en uno de esos romances imposibles, no tanto por el en ocasiones voluble carácter de Frank o por el empuje de una vida que no parece de lo más idónea para una muchacha tan delicada y joven, sino más bien por todo aquello que ya parece establecido en el día a día de Lori.
Lejos de lo que pudiera parecer, ni esos acontecimientos ni la intromisión de ese personaje femenino coartan la lucidez de un relato que parece moverse entre tiempos muertos y acogerse con soberanía a la fuerza de una fotografía en blanco y negro que en ocasiones casi parece un perfecto reflejo de la situación vivida por Frank: agradable (en apariencia) como las mismas fechas navideñas en las que se desarrolla Blast of Silence, pero en cambio inclemente en cuanto a la construcción de un protagónico que se mueve entre la muchedumbre entre los agitados y tensos compases de esa imprescindible banda sonora.
Elemento, esa tensión, de la que no adolece una cinta que una vez vista dibujará en la cabeza del espectador multitud de títulos que han bebido directamente de ella (desde El silencio de un hombre de Melville hasta la más reciente El americano), y que ante todo reafirman la maestría de un film que, pese a su condición de obra semi-desconocida, se antoja imprescindible no únicamente dentro del género en que subsiste, sino también en el devenir del mismo, gracias a las constantes que lo engrandecieron y aquí conforman un lienzo tan singular como de incalculable valor.
Larga vida a la nueva carne.