Ir de caza con Kitamura tiene ventajas… siempre que tú no seas el muerto. Una carretera de doble sentido, habitada por la nada, salpidada por algún árbol circunstancial, con una ligerísima pendiente. Ese es el lugar por donde pasa un coche lleno de jóvenes, algún tipo de blablacar que debe ir de A hasta B, siendo siempre B el gran destino. Pero eso poco nos importa, porque aquí hemos venido a ver carretera y manta, y es lo que vamos a tener.
Pocos segundos le hacen falta al director para crear el conflicto, y sin saber quién nos va a acompañar en este sinsentido de muerte (eso ya lo esperamos antes de entrar al cine), una rueda estalla, una cafeza se bambolea y ya tenemos un coche que sitiar en medio de este semi-desierto. Que comience la fiesta.
Al menos así está construida la idea de Kitamura, un festival destructivo en el que la pericia del shooter invalida el ideal del videojuego, siendo las víctimas las que deben adivinar la trayectoria de la bala. Los protagonistas se toman su tiempo antes de digerir la verdadera esencia del espectáculo, algo que se aprovecha para dar a conocer sus aspiraciones argumentales, y sinceramente, es divertido ver los clichés elegidos para cada uno. Son desconocidos entre ellos (tres hombres y tres mujeres que viajan en un mismo coche por conveniencia), pero no quita que sean jóvenes, atractivos, excesivamente amables y hábiles socialmente. Todo muy «super pandi on the road».
Pero aunque parezcan inocentes conejitos al sol, nosotros sabemos a lo que venimos y tras un dilatado intercambio de pareceres y ruedas, llega lo gordo: el casquillo, la sangre, los sesos y la estupefacción de los que quedan en pie. El vacío no es algo que asuste a Kitamura y con un escenario tan básico es capaz de encontrar todo tipo de argucias para dar vida y tensión a la situación que se nos presenta. Ahora tenemos un coche, un tronco, un francotirador y un puñado de víctimas futuribles para rellenar tiempo.
Además de algunos ocurrentes movimientos de cámara —si la rueda gira la cámara lo mismo, ver grabaciones de móviles, incluso repetir un plano espectacular desde distintos ángulos aprovechando el despilfarro monetario al máximo—, sabe jugar con estilo propio sus neuras, y así encontramos una opereta vivaz, donde tenemos acción, intercalada por ideas propias de quien ha crecido con McGyver y dramitas intensos a corazón desgarrado e innecesarios barridos visuales sobre los restos de cadáveres —sesos, sangre y lo que venga bien— soleados que aderezan mucha nadería consecuencia de una carretera vacía, con ligera pendiente y algún que otro árbol.
Porque Blanco perfecto —Downrange para los amigos— es un divertimento para todos aquellos cafres que disfrutan de esos íntimos momentos de sangre injustificada y maldad ajena poco creíble, para los que aplauden que el último en llegar sea siempre el primero en caer, para los que no le cogen cariño a la heroína de turno por todas las vueltas que pueda dar la historia. En definitiva, para cualquiera busque la festividad en el cine de terror, ya sea en compañía o en la más pura soledad, con el plus de estar tan perdido por lo que ocurre como los que se han metido involuntariamente en esta situación.
Y si te indigna el cine de casquería con mensaje social final, mejor, porque Ryûhei Kitamura igual te adapta un manga que aniquila gente en trenes, pero lo que no va a hacer es darte una lección de humildad, sabe disfrutar del onanismo cinéfilo y se nota cuando uno está feliz con sus criaturas. Blanco perfecto tiene un francotirador que dispara con el objetivo de matar, y no sabemos quién será el guapo que sobreviva. ¿Quién necesita más hoy en día?