En 1926, dos años después de la muerte de su autor, Franz Kafka, se publicaba en Praga su inconclusa novela El castillo. En ella se cuenta la historia de un agrimensor, K., que llega a un pueblo de Europa Central a realizar un trabajo del que se desconoce hasta su naturaleza o condiciones. Sólo sabemos que, para poderlo llevar a cabo, K. debe entrevistarse con un noble, dueño de un castillo que domina el pueblo. El encuentro entre ambos personajes se irá posponiendo indefinidamente por causas absolutamente evanescentes e irracionales. Se trata, en resumen, de los intentos vanos del individuo en su lucha por imponerse al sistema, de la derrota anunciada en la pugna del ser humano con el entorno físico, político, etc. que le rodea. El hombre, en la literatura kafkiana, es siempre un insecto luchando contra un huracán.
Este entorno opresor y la impotencia para oponernos a sus dictados forma parte capital de la película de Theo Court presentada en la 76ª Edición del Festival de Venecia. En este caso, no es un agrimensor el que llega a un no-lugar de imposible huida o progreso, sino un fotógrafo encargado de hacer el retrato de la prometida de un cacique local, tan elusivo en el contacto físico como el aristócrata del castillo kafkiano. Pedro (el retratista al que da vida un siempre excepcional Alfredo Castro) es un personaje apocado e introvertido, un hombre que sólo parece convertirse en humano ante el contacto con la belleza y el orden, ante el dominio de la luz y de la narrativa adyacente a la imagen, es decir, las bases mismas de la fotografía.
La combinación del clima indómito de Tierra del Fuego con el comportamiento de sometimiento de las gentes que allí viven ante el poder del latifundista y con la brutalidad en el trato con los demás (especialmente con los indígenas) como ingrediente final de este coctel, consiguen que el delicado y sensible mundo de Pedro colapse, incapaz de adaptar para su objetivo la acracia natural de dicho paisaje geográfico y humano.
Este territorio, aun no conquistado por la civilización, es el otro punto sobre el que pivota el hermosísimo boceto que dibuja Court con su cámara, asemejándolo, en su forma de ser presentado en la pantalla, a clásicos del western como Cheyenne Autumn o The Big Country. En efecto, Blanco en blanco no es sólo una película de este género en su representación de la pugna entre orden y anarquía, entre dominación y libertad individual, entre fealdad y belleza, entre luces y sombras, también lo es en cuanto a su capacidad de definirse un país de frontera, perfectamente cambiante y extraño para todos los que llegan hasta allí desde lejanas ciudades.
No es sólo es en la presentación del paisaje como un protagonista más del relato donde Blanco en blanco encuentra su cercanía con el western “fordiano”, también parece obligatorio mencionar esa máxima explicitada en El hombre que mató a Liberty Valance; «Print the Legend!» que obviamente tiene que ver con la necesidad de las sociedades postcoloniales de construir una narrativa heroica como fundamento de base para la erección del nuevo país, al carecer éste de los clásicos cantos de gesta, ladrillos de los cimientos literarios de los estados de la Edad Moderna.
Esta necesidad de una mitología propia ha ido enlazando, a lo largo de la historia, con los movimientos nacionalistas del Siglo XIX y con el actual resurgimiento de partidos neofascistas que eluden la responsabilidad de dichos estados y movimientos en el exterminio de los pueblos indígenas, pobres víctimas de aquello que se denominó como “destino manifiesto” y que ocultaba, además de dicha exaltación romántica, oscuros intereses económicos que nada tenían que ver con el romanticismo. Blanco en blanco no es solamente en este aspecto un bellísimo fresco de un momento y lugar determinados en nuestro pasado, sino una llamada de atención sobre la ocultación de lo que realmente sucede en las imágenes que vemos cada día, siempre centradas en imprimir la leyenda y no la verdad.