Imaginemos una película cuyos temas centrales fueran los roles de género, las variaciones sobre la realidad, la metaficción cinematográfica, los deseos no satisfechos por otras personas, o de cómo el proceso creativo puede convertirse en un infierno metafórico de la vida real (si es que tal cosa existe). Imaginemos que todo ello se pone en pantalla a través de un proceso deconstructivo del espacio-tiempo, que se parte en capítulos que reflejan mundos iguales con distintos roles. Imaginemos diálogos lacerantes, pasionales y reacciones no menos viscerales a ellos. Imaginemos que hay alcohol, insultos, sexo, malentendidos y confusión.
Con todos estos mimbres más de uno pudiera pensar que estamos ante una nueva película de Hong Sang-soo, pero aunque las temáticas van en esa línea nada podría estar más lejos de la realidad. Y es que si por algo se caracteriza Black Bear es por la ausencia de ese punto de ironía desencantada que nutre los films del director surcoreano. En Black Bear es toda pasión, fuego y una dosis importante de mala leche inundando todo el metraje.
¿Es la ficción cinematográfica algo más grande que la vida o es la vida la que supera la ficción? ¿El cine como representación XXL o la realidad como desenmascaradora del trampantojo cinematográfico? Este es el debate que sobrevuela en Black Bear y cuya resolución queda abierta al debate. Una cuestión que se plantea desafiando al espectador, explorando sus límites de comprensión mientras se deconstruyen los elementos más básicos de lo que entendemos por realidad. En juego cuestiones como la identidad, los roles de género y el desgaste que supone el proceso de creación, tanto en lo personal como a la hora de realizar un trabajo artístico.
Black Bear, a pesar de su arranque en un metafórico lugar idílico, remanso de paz y reflexión, es como las aguas estancadas de un lago: calma en la superficie y traicioneras a poco que te sumerjas en su apacible encanto. Esto es precisamente lo que el film de Lawrence Michael Levine propone, una inmersión en un triángulo amoroso cuyos vértices van rotando y del que somos partícipes voyeurísticos pasivos y, a la vez se nos reta a que tomemos partido mediante un juego de empatías cambiantes.
Levine juega con las expectativas, exprimiendo el contexto situacional, poniendo al límite el desafío intelectual del espectador tensionando cada acción que ocurre en pantalla. Un drama por momentos áspero, cínico y, en ocasiones, recubierto de un humor desencantado que roza el nihilismo existencial. Una representación a base de fuegos de artificio que nos habla de modo pesimista sobre la condición humana y de sus formas de relación con los otros, con el arte y con la incapacidad de gestionar el ego.
Al final estamos ante un film que, con su baile de máscaras, pone de manifiesto que, sea en lo que denominamos como mundo real o sea en la ficción artística, todo lo que hacemos es pura representación, pura proyección emocional hacia el resto pero que, paradójicamente, nace de un profundo egoísmo. El ego como proyección y al mismo tiempo como una desorientación que, al igual que el film, acaba por desdibujar los límites de la percepción propia y de la recepción ajena.