A propósito de En nuestro tiempo. Apuntes sobre una colonización fílmica.
Hace unas semanas, Roger Koza publicaba En nuestro tiempo, un breve texto donde meditaba sobre las derivas del cine de festivales, señalando la domesticación de cineastas —jóvenes y no tan jóvenes; consagrados y no tan consagrados— que, necesitados de una aceptación que nunca llega en el circuito de los grandes certámenes, se entregan a «las reglas no escritas que resultan ineludibles para vencer la invisibilidad», es decir, «aprenden el idioma de las instituciones y pactan con un orden vigente en el que se vindican ciertas poéticas y algunos temas preferenciales». Una voluntad de pertenecer que instiga a supuestos autores a realizar películas que son publicitadas como obras de carácter artístico y moral superior a las producciones de los grandes estudios o las plataformas de contenido, pero que, en el fondo, no dejan de estar reñidas por esquemas o diseños especulativos muy parecidos a los que prevalecen en los despachos de esas multinacionales. Sesiones de ‹pitch›, presentaciones de tratamientos o ‹teasers›, laboratorios de creación… Como indica Koza, para poder llegar a realizar su película, «al cineasta se le enseña a especular, como si su película fuera el nombre de una acción que cotiza en bolsa y de la que se debe dar cuenta de su valor… aprende dócilmente la lengua del ‹marketing›».
En consecuencia, cada vez es más común encontrarse con películas premiadas por festivales y académicos y celebradas por buena parte de la crítica especializada que no dejan de ser más que eso: una especulación, humo, puro ‹marketing›. A las recientes Anora (Sean Baker, 2024) y La sustancia (Coralie Fargeat, 2024) —y podríamos añadir muchos más títulos a la lista—, se le suma Bird, el nuevo largometraje de Andrea Arnold. En esencia, estos proyectos comparten dos características y ambas van de la mano. La primera: fueron presentados en el pasado Festival de Cannes. La segunda: su propuesta formal insiste en subrayar la presunta poética de unas imágenes abocadas a plantear conceptos que entonen con las demandas narrativas y estéticas de moda (aquí cabría detenerse a preguntarse: ¿de moda para quién? Cuestión que dejamos apartada para ser abordada en otro momento. ¿Para quién se hace cine en la actualidad? ¿Y con qué fin?). De ahí, la cuestión planteada por Koza: «¿No existe una suerte de falso estilo universal en el que se disuelve la indómita pluralidad potencial que el cine cobija en su interior?».
Ahora bien, el parecido entre Anora, La sustancia y Bird no lo hallamos en sus formas, sino en su acercamiento a las mismas. Son películas que responden a la necesidad de ostentar un estilo —establecido, normalmente, por el género, tema o contexto social de la obra— antes que a la existencia de una evolución formal en sus imágenes. Una problemática que nada tiene que ver con los códigos de los géneros, sino con la instrumentalización de las formas cinematográficas. El caso que aquí nos atañe, el del filme de Andrea Arnold, parece estrictamente diseñado para ser proyectado en Cannes igual que cualquiera de los subproductos lanzados estos días por Netflix han sido prefabricados para ser consumido durante las próximas Navidades. Combinación perfectamente dosificada para recibir una ovación —que probablemente será cronometrada— en su ‹premiere› entre drama social, ‹coming of age› y el toque justo de realismo mágico, protagonizado por personajes marginales situados en contextos de exclusión social e interpretados por algunos de los actores de moda en el panorama internacional (Barry Keoghan y Franz Rogowski). Todo ello, rodado con una cámara en constante movimiento pegada al rostro de los personajes, incapaz de ir más allá de lo que dictan los estilemas estéticos de un cine con obsolescencia programada, como bien demuestra su incapacidad para desplegarse creativamente.
En Bird, se recurre a un montaje plano, tópicos narrativos y visuales (momento introspectivo flotando en el mar o cantando un tema de pop, planos preciosistas a contraluz de plantas y árboles intentando remitir un vínculo con lo natural, seguimientos de personajes corriendo) y, por supuesto, a una de las bandas ‹indie› del momento (en este caso, Fontaines D.C.). Prácticamente, todas las secuencias empiezan del mismo modo, con un par de planos recurso que dan una mínima información del espacio en el que transcurre la escena (una pared pintada, una ventana rota, una flor mecida por el viento) para luego dar paso a un primer plano de su protagonista, Bailey (Nykiya Adams). Una desidia absoluta que, en definitiva, evidencia la completa colonización que sufre el cine por parte de la mirada burguesa de las instituciones y sus endemoniados galardones, y que afecta tanto a los que aspiran a hacerse un hueco entre las grandes citas como a los que ya tienen asegurado ese reconocimiento.
Entonces, ¿cómo mantener una oposición?
En la segunda parte de su texto, Roger Koza lanza una pregunta que él mismo califica, acertadamente, de «incómoda, casi inapropiada: ¿una escuela de cine debe enseñar a amoldarse a ese sistema de reglas?». Los cineastas deben ser conscientes de su existencia, saber identificarlo para luego combatirlo. Sin embargo, incluso en el ámbito académico, la balanza parece decantarse hacia la nueva doctrina de las imágenes. Una tiranía gobernada por burócratas y ‹sponsors› culturales que parasitan universidades y festivales de cine; por autores que, desde su atalaya, pretenden dar lecciones sobre un “sistema” que señalan, pero nunca subvierten; por especuladores fílmicos y por creadores de contenido que prostituyen a jóvenes estudiantes desterrados a vagabundear eternamente por ‹labs› donde reducir sus ideas a productos de consumo.
Y así, poco a poco, las universidades de cine son sometidas a este nuevo régimen, transformadas en lugares para adiestrar creadores de contenido audiovisual, relegando a una verdadera marginalización los espacios dedicados al pensamiento y la crítica cinematográfica desde la cual crear obras emancipadas del sistema internacional que regula las imágenes de nuestro tiempo. Resta la esperanza de que, desde esos márgenes, podamos hallar ese lazo «secreto, pero firme» del que nos habla Koza al final de su escrito. El que une los cineastas del futuro y aquellos que forjaron una gran tradición que, al ver películas como Bird, uno siente prácticamente extinguida.