Después del visionado de Big, Big, Big cabría preguntarse cuál es el objetivo del experimento cinematográfico que plantea. Una cuestión esta que nunca es contestada y que resulta fundamental para apreciar el sentido del film. Visionar 30 veces Big. Ese es el reto que plantean Miguel Rodriguez Pérez y Carmen Haro. Un experimento al que uno se acerca con la curiosidad de no saber exactamente lo que se va encontrar pero irremediablemente atraído por la extravagancia de la propuesta.
Lo que la cinta nos propone es asistir a pequeños fragmentos cotidianos de visionado individual de los directores y, fundamentalmente, los visionados que comparten con familiares y amistades para discutir a posteriori qué les ha parecido la película. En este sentido nos hallamos ante un desfile de mini-debates al respecto del film donde podemos hallar todo tipo de opiniones y razonamientos sobre el mismo.
Y es aquí donde surgen las dudas. Si realmente Big, Big, Big quiere ser una lanzadera de debate sobre cómo interactuamos con los productos visuales, ¿qué sentido tiene la iteración de visionados? ¿no sería más sencillo un único pase (por así decirlo) con los implicados o incluso que lo vieran por separado? La idea de la repetición solo tendría sentido si viéramos un estudio visual deconstructivo del film por parte de unos directores que se limitan a “sufrir” la experiencia y a ser meros entrevistadores, apuntando aquí y allá algún comentario al respecto del debate.
En este sentido sí hay que valorar el estilo minimalista en lo visual para dar protagonismo a la palabra y a los participantes en el experimento y, sobre todo a la idea de no injerencia, de dar total libertad a la opinión sin resaltar o hacer menoscabo de nada de lo expresado en pantalla.
La idea que subyace es poner de manifiesto los efectos de la sobreexposición cultural en la que vivimos, en como nuestras influencias en todos los ámbitos invitan a sacar petróleo analítico incluso de un film de apariencia tan inane como Big. Sin embargo, el resultado final no parece hablar tanto de ello como de la necesidad de imponer un relato egocéntrico con nuestras opiniones. No se trata tan solo de buscar recovecos político sociales con los que opinar al respecto de un film, sino de que el comentario ponga de relieve quién es el más inteligente, el más agudo, el más original. Más que un debate parece que entramos en un mundo donde el espíritu Twitter está por encima del auténtico análisis cinéfilo.
Es por ello que Big, Big, Big funciona como un espéculo irritante de dónde estamos en el mundo de la cinefilia, donde los aspectos formales se dejan a un lado (no hay ni un solo comentario al respecto de el uso del color, o de la puesta en escena ochentera del film) y lo verdaderamente importante es hacer un ejercicio de sobreinterpretación donde caben asuntos tan dispares como la pederastia, el tránsito hacia el neoliberalismo o las enfermedades mentales. Comentarios que pueden ser hasta divertidos pero que hablan muy poco del film y sí mucho de la necesidad compulsiva de volcar nuestras filias y fobias ideológicas sobre cualquier producto cultural que se nos ponga por delante. En este sentido hay que reconocer que Big, Big, Big, aun sin saber su intención real, funciona como un tiro incluso con el título: la iteración somos nosotros con la necesidad de que cada opinión sea eso, algo cada vez más grande aunque sea cada vez más distorsionado y absurdo.