Tras un interesante debut con Rabies, que también pasó por Sitges, Aharon Keshales y Navot Papushado vuelven en un thriller donde demuestran haber pulido detalles, y es que si su ópera prima se dedicaba más a retozar con el género y su gran virtud residía en el juego de casualidades que iba afectando a sus distintos personajes, Big Bad Wolves se decanta más por explorar una vía formal que dota al segundo largometraje de los israelíes de un empaque visual que complementa a la perfección el relato servido en esta ocasión.
En él, retoman ya algunos detalles que estaban en su debut, y es que esa crítica que subyace en Big Bad Wolves ya aparecía en Rabies cuando uno de los personajes, un policía para más señas, se sobrepasaba con un par de muchachas abusando de su autoridad. Aquí, la pareja de cineastas decide ir más lejos todavía y su primera secuencia ya resulta toda una declaración de intenciones en ese sentido: tras un prólogo muy bien urdido entre titulos de crédito, asistimos a la tortura que ejercen un detective y sus compañeros al presunto culpable de la desaparición de una niña cuyo cuerpo se descubrirá más adelante sin cabeza en mitad de un bosque.
A partir de ese instante, negros diálogos que arremeten contra ciertos estamentos e incluso secuencias como la primera a la que asistimos en la jefatura, en un encuentro donde el comisario recibe junto a su hijo a ese detective, irán moldeando un discurso que se antoja indivisible de uno de esos trabajos que bien podría haber derivado hacia un «torture porn» como tantos otros, pero donde las intenciones de sus directores se alejan exponencialmente de ese término, aunque bien es cierto que no niegan al espectador alguna que otra escena subida de tono que ayuda a generar cierta atmósfera.
Sus personajes centrales también contribuyen a marcar esa diferencia, y es que si bien en un principio se nos presentan en unos roles predeterminados, poco a poco irán tomando entidad propia, en especial a través del enajenado carácter de ese padre que acaba de perder a su hija y únicamente quiere venganza contra el único presunto culpable: un solitario maestro que será relegado de su cargo cuando el escándalo le salpique debido a un video viral. No obstante, el hecho de que Keshales y Papushado no otorguen las suficientes evidencias sobre la culpabilidad de ese maestro, dota de un interesante juego que beneficia el desarrollo del film.
Otro de sus grandes aciertos es el de, una vez realizada la presentación de sus tres personajes centrales y la introducción, situar la acción entre las cuatro paredes de un sótano en una casa en mitad del monte, donde confluirán maestro, detective y padre en una obra que seguirá mostrando su predilección por ese humor tan macabro (con especial atención a la aparición del abuelo de la niña asesinada), así como las hechuras de un cine que no solamente muestra solidez en esos pequeños fragmentos donde imagen y sonido se unen para crear potentes interludios, también lo hace rompiendo crescendos en tensas escenas o manejando tanto uso del plano como escena con desenvoltura.
No es de extrañar, pues, que Tarantino la pusiera entre las mejores películas del año, y es que aun sin haber alcanzado una madurez formal que todavía debe explotar recursos y administrar mejor otros, Big Bad Wolves sorprende debido al salto que han dado los autores de Rabies, acompañándolo de una buena dosis de mordacidad y entretejiendo en su fondo uno de esos que hacen de este thriller una experiencia todavía más gratificante, si cabe. Habrá que seguir de bien cerca a este par de cineastas que parecen avanzar por el género con una firmeza que rara vez se deduce del thriller, cada vez más sobreexplotado y, por ello mismo, subestimado.
Larga vida a la nueva carne.